La ley del invierno

Reseña del libro “La ley del invierno”, de Gemma Ventura Farré

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En esta historia comenzamos con el final. Con la muerte. De la infancia al cementerio, un mero parpadeo. Y es que el pasado, conforme vivimos, se va haciendo más y más grande, hasta que pasa por encima de nuestro presente más reciente y se nos lleva.

Así que nos encontramos en un velatorio. Un Cinco horas con Mario, una larga conversación con alguien ―tu abuelo, tu padre, ambos y ninguno al mismo tiempo― que es más cadáver que persona. Alguien, en todo caso, estático. Es lógico: el invierno es tiempo de quedarse quieto. Así que aprovechas ―ella, la protagonista, o cualquiera de nosotros en su situación― a decirle las cosas que nunca te habías atrevido a decirle. Hasta le dices te quiero. Es más sencillo ahora, porque lo verdaderamente difícil, lo valiente, es quedarse ahí, esperando el irremisible final. Al otro, al que yace y velas, ya se le han acabado las palabras. Sus pies quietos le van sacando poco a poco del mundo, le van acercando a otro. Piensas, piensas en ti, en tu vida, porque nada hace reflexionar sobre el pasado y los designios de la vida como la contemplación de la muerte.

Conforme más tiempo pasas con él, más te vuelves él.

Y entonces llega un interludio. Abandonas, escapas, de la contemplación perenne de la quietud, y llegas a un bar. Y te encuentras con alguien. Con él. Un fugitivo que huye de la nostalgia y de las relaciones, y en cuya mirada de mina hay verdades profundas, belleza elevada, infiernos y lunas. Apenas conocido (apenas contemplado) se vuelve tu refugio, tu protección del dolor, del frío, del padre yaciente esforzándose por dar una bocanada de aire.

Pero pronto debes volver a la habitación, como has vuelto al pueblo al que jamás creíste que regresarías, y encuentras al yaciente más flaco, encogido como si se fuera a hacer semilla, porque lo que tiene dentro, cuando no lo vigilas, se apresura a comerle. Así que no le quitas ojo de encima. Entonces el tiempo enlentece. El tiempo vacío se eterniza, y se vuelve insoportable. Porque sabes que existen dos tipos de tiempo: el de los relojes y el de los recuerdos. El primero dura lo que dura, el segundo lo que perdura: besos de un segundo que duran mil noches, diez años resumidos en un portazo. Pero, a la vez, prefieres que se haga eterno. Que sus respiraciones, espaciadas, perduren para siempre; que su silencio perdure para siempre. Aunque olvides su voz, que es lo primero que olvidamos de aquellos que amamos y perdemos. Pero volvemos a lo de antes: es que es por ese silencio por lo que resulta más sencillo hablarle. Porque sólo nos atrevemos a ser sinceros cuando el otro no puede contestarnos. O sí lo hace, pero los que hablan son sus recuerdos. Un recuerdo recrea a una persona. La crea.

Y el final avanza, y el pueblo al que regresaste ―y el libro con él― se vuelve onírico. Se vuelve Macondo. Realismo mágico, o mágica realidad. Ambas se confunden, se enhebran, como si lo real fuese él, el que hizo de padre, el yaciente, y tú, la que velas y la que de vez en cuando huye, y lo irreal todo lo de fuera, todo lo demás: los vecinos, el bosque que fue tu escuela, donde aprendiste de la comunicación de los árboles, de que, por separados que estén, les unen sus raíces, que nunca permanecen estáticos del todo y que su tiempo es distinto al nuestro, como el de tu padre y el tuyo. Es La ley del Invierno: el silencio del frío es el silencio de quien espera.

Así esperamos, no queda otra. Porque ninguna muerte es definitiva. Llevamos en nuestro interior, embalsamados, a quienes amamos y se fueron y a quienes se nos murieron. Porque son los otros (esos) quienes nos hacen. Somos un barro lleno de huellas. Vivimos, aun solos, con fantasmas. Con recuerdos. Tú (ella) lo crees. Que ninguna muerte es para siempre. Que él, el padre que nunca fue tal excepto cuando tuvo que serlo ―y eso le hizo más padre que ninguno―, va a recorrer el camino inverso. Que va a a volver a la vida. Y entonces le contarás que has vuelto a su lado porque habías olvidado todo lo que te enseñó. Porque sin él eres menos tú. Que tu paraíso es allí donde decías que no volverías jamás. Que tu hogar es él. Él y los árboles, por descontado. Y que si tú has vuelto a la vida, yo también puede hacerlo. Ausentarme de nuevo, quizá para siempre. Encontrar la fe. O al forastero, que tanto monta. Al vagabundo. Encontrar sus ojos de sombra, sus manos de humo, sus labios de carne, que me descuelgue toda la pena triste que llevo por dentro. O no encontrar nada, solo la esperanza de lo que pudo haber sido. La esperanza que me haga levantarme y caminar. Porque, si caminamos, la muerte queda atrás. Necesitaba un inicio, y fue él. Ahora, solo debo caminar e ir soltando mientras me sostenga lo que él me ha hecho sentir.

La ley del invierno, de Gemma Ventura Farré, empieza con la muerte, pero es una maravillosa oda a la vida. La vida secreta, en la que caben todas las posibilidades; la vida tras la vida, la que yace escondida en los rincones, los de la realidad y los propios. Como el propio invierno, que llega de golpe y nos pilla sin aclimatar, pintando la realidad de blanco, pero que con el paso de su tiempo, y si sabemos mirar, se vuelve hermoso: un brote, ajeno a la helada, brota. Queda una semilla latente entre la nieve. Hay esperanza. Al final. Siempre. Y la esperanza tiene unas raíces larguísimas, profundas, que unen todo. Que nos unen a todo.

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