La venganza de Don Mendo

Reseña del cómic “La venganza de Don Mendo”, de Ricardo Vílbor y El Flores

La venganza de Don Mendo

Han pasado más de cien años desde que se representó por primera vez en el Teatro de la Comedia de Madrid y, aunque desde entonces nunca ha dejado de llenar butacas, ahora da el salto a un nuevo formato artístico capaz de cautivar a las nuevas generaciones. Grafito Editorial publica, con mucho acierto, el cómic de La venganza de Don Mendo; con Ricardo Vílbor como guionista encargado de la difícil tarea de adaptar la obra original de Pedro Muñoz Seca, sin que pierda su esencia; y El Flores (pintamonas), quien se las ha ingeniado para atrapar el alma de los actores entre la celulosa, con ilustraciones a todo color.

Recuerdo la primera vez que la obra cayó en mis manos. Fue un verano adolescente en el que consumí teatro como una adicta, poseída por el ritmo pegadizo de los versos y del castellano antiguo. Entonces era un libro amarillento, con hojas que trataban de independizarse a la menor ocasión y con un sospechoso olor a humedad. Siglos después —más o menos— me encuentro con este cómic y siento que mis dedos acarician la alta gama —aquí el ilustrador dibujaría un aparte con abrigo de piel y gafas de sol, mientras el guionista añadiría un oportuno: «Shut up and take my money»—. En este se representa la historia como si de verdad fuese una obra de teatro, con sus actos, su telón rojo, selfis ente bastidores, ensayos de guion y cabezas de caballo insertadas en un palo que cabalgan nobles y plebeyos; guiños que contribuyen al humor. Al mismo tiempo, el escenario no son decorados ni las armas son de mentira. Por lo que uno puede sumergirse fácilmente en la historia aunque de vez en cuando se rompa la cuarta pared. Y será siempre para sacarnos una sonrisa.

¿Pero qué historia? O mejor dicho: ¡qué  historia! Una tragicomedia histórico-burlesca, un drama, un romance y a la vez una parodia que hace mofa de las obras de teatro de su tiempo y de sí misma. ¡Ripios! ¡Retruécanos! ¡Astracán! —Ala, menudos palabros—. Pero no nos asustan porque somos valientes y además el cómic te hace vivirlos antes de entenderlos. Y al final te ofrece la oportunidad, si así lo deseas, de culturizarte o quedarte solo con la diversión. Esa está asegurada.

La ficción se sitúa en el siglo XII, en los tiempos del rey Alfonso VII y su esposa la reina doña Berenguela, quienes también disfrutan de la obra, cada uno a su manera —guiño, guiño—. En ella hay un marqués enamorado, don Mendo, un padre conde algo despistado y una hija… fogosa, a la que quiere casar con un tercero. O un cuarto, o un quinto… La joven y atractiva Magdalena —con un toque a princesa de Super Mario Bros.—, lejos de llorar como una, lo ve como la oportunidad de trepar en la escala social. Al menos hasta que las circunstancias hacen que sorprendan al marqués en su cuarto —«facepalm»—. Pero don Mendo es un caballero de los pies a la cabeza y, por no faltar a su palabra ni destapar su amorío prohibido, sin saberse cornudo, vuelve todo contra él y lo acaban tomando por un vulgar ladrón de joyas. Como el amor ciega, es incapaz de ver que Magdalena lo mismo es tan dulce como su nombre, como te cocina un emparedado, pero de ladrillos, para meterlo dentro vivo y asegurarse de que su secreto queda bien guardado. Sí, la confianza da asco, pero a las cucarachas se les da bien sobrevivir. ¡De ahí La venganza de Don Mendo! Porque volverá, renacido como trovador, acompañado de cinco moras y más arrebatador que nunca.

Los personajes son realmente icónicos. Empezando por el protagonista, don Mendo, quien me inspira tanta lástima como ganas de que le pasen cosas para que espabile. Quizás como lectora no soy mucho mejor que Magdalena. Porque si existiese la hija del conde, sería una persona odiosa, pero en la ficción hay que admitir que es la que lanza la leña al fuego, la que parte el bacalao, la «niña pija» que enreda y que llena de vida las ansias de los demás. Las buenas y las malas. Que su futuro esposo, don Pero de Toro, sabe defenderse; porque será cornudo, pero de toro.

Si tuviera que escoger enemigo, descartaría de inmediato a la mora Azofaifa, que de tan mística y pasional lo mismo me echa una maldición por la espalda por quitarle una patata frita del plato. Sin duda es una mujer de armas tomar. A la reina coquetilla la dejaría hacer, total, se ve que el matrimonio lo es solo de papel. Y si tuviera que salvar al alguien de las desgracias del drama, no sería al padre, pues tiene un lado oscuro. Ni a la chismosa, que tan chismosa no será si sabe todo y calla. Yo me quedo con el marqués. Con el otro, con el amigo, el de la «lealtad a prueba de bombas» como reza su presentación inicial. Que me lleve a su castillo. Lejos.

Las imágenes aportan el dinamismo necesario para tanta pasión desmedida —desmedida a propósito hasta la exageración—, transmitiendo una energía que escapa del papel y que te mantiene pegado a las páginas. Además, la inserción de frases más modernas, memes y caras de emoticono, no empañan esa música con la que se escribió la obra de origen —y también esta—, sino que aportan frescura y agilidad a un tipo de castellano al que no estamos tan acostumbrados, pero que se entiende muy bien. De hecho, se pega tanto como las propias páginas, porque aunque a algunos no les suene el título de esta obra, seguro que han escuchado alguna vez aquello de «Mora de la morería. Mora que a mi lado moras…».

Ni qué decir tiene que me lo he pasado en grande leyendo entre líneas, con los juegos de palabras, malentendidos, flirteos y vueltas de tuerca, dignos de las comedias de enredos. ¡Y menudo ovillo el que se llega a formar! Deshacerlo costará sangre, sudor y lágrimas.

Cuando algo se disfruta, no hay razón para evitar hacerlo dos veces. Y lo mismo que en un concierto se pide un bis, por mi parte, no hay duda de que menda se volverá a leer don Mendo.

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