Todos los barcos se hacen a la mar con un tesoro, uno que no declaran en el manifiesto ni consta en el cuaderno de bitácora, uno que no se envuelve en un halo de misterio romántico si naufraga porque no está ligado tanto al propio barco como al propio mundo marinero. Ese tesoro son esas palabras tan propias del mar, precisas y preciosas, a menudo inaccesibles para los no iniciados pero aun así igualmente seductoras. Este atlas tiene localizaciones, coordenadas y muchas historias del mar, pero también tiene palabras como mesana, bauprés, trinquete, pecio, bajío, filibustero, pañol o una de las más sencillas pero de mis preferidas: grumete. Palabras que zarpan junto con los barcos, o para ser fiel al espíritu de esta reseña, navíos, filibotes, bergantines, paquebotes, fragatas, esquíes, galeones, clíperes, antillanos, chalupas o pataches.
Este tesoro lingüístico no requiere un gran aparato logístico ni tiene el riesgo de padecer un litigio legal interminable para ser reflotado y disfrutado por los ciudadanos, basta con sumergirse en las páginas del Atlas de infortunios en el mar para gozar de él y de las historias que le dan sentido. También hay otros tesoros, por supuesto, a veces son doblones y lingotes de oro y plata o joyas, pero también son cuadros, esculturas o las propias embarcaciones que a menudo tienen también valores artísticos por sí mismas. Y algunas naufragan, pero otras son abandonadas a su suerte, hundidas o desguazadas y, créanme, si ese destino es triste para cualquier objeto alrededor del cual se ha vivido, en el caso de los barcos y cuando se lee su historia, resulta verdaderamente trágico.
Pero el espíritu del Atlas de infortunios en el mar son las historias que lo componen, 31 historias que recorren los mares (reunidos en “Mares y costas del Poniente”, “Del Báltico al Gran Norte”, “Mares y costas del Levante”, “Caribe” y “Del Pacífico al Océano Índico”) y que bien podría uno conocer de boca de un viejo patrón con pipa mientras se comparte un vaso de ron en una taberna marinera de un puerto, pero que disfruta de un modo igualmente hermoso, leyéndolas. Son historias precisas, cortas, sin un gran aparato lírico, lo que las convierte en contundentes, historias con datos que es interesante conocer pero sobre todo con emociones con las que es un placer empatizar. “A los marinos siempre les ha gustado meterse miedo”, comienza diciendo una de las historias del Atlas de infortunios en el mar, pero aunque hay misterio e incluso algún que otro fantasma (holandés y errante para más señas), también hay asesinatos, conspiraciones, embargos, batallas navales e incluso canibalismo, y también personajes históricos como Catalina la Grande, Julio Verne o Jacques Cousteau.
No sabría explicárselo mucho mejor que con lo dicho hasta ahora, este atlas tiene un encanto que va mucho más allá de su cuidada edición o del arsenal de historias que contar que rescatará el lector del olvido, que es el más cruel de los naufragios: tiene la capacidad de transportarle a mundos y ambientes diferentes, le convierte por un momento en capitán, pirata o no según su propia sensibilidad, o en marinero o, tal vez mejor aun porque su papel es más de testigo que de protagonista, en grumete a bordo de los escenarios donde nace la aventura.
Andrés Barrero
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