Al rugby se llega normalmente de la mano. Un padre, una madre, un amigo, alguien que seguramente haya jugado antes, sirve de enlace. Acompaña, explica las reglas, los códigos de comportamiento, escolta hasta el terreno de juego, tan sagrado en otros deportes y tan familiar en este. Si el invitado todavía está en edad de crecer, seguramente terminará cruzando la cal y jugando. Si ya ha pasado los años en los que no duelen los golpes, al menos quedará enganchado para el resto de la vida a este que, según dicen que dijo Churchill, es un deporte de hooligans jugado por caballeros.
Sea porque necesita cierto rito iniciático, sea por su tardía profesionalización o por la alargada sombra del fútbol, el deporte oval nunca ha tenido una afición masiva en España ni en casi ninguno de los países de habla hispana, con la notable excepción de Argentina. Eso nos ha dejado casi huérfanos de libros sobre el tema en nuestro idioma, y no es que al rugby le falten precisamente episodios célebres o rocambolescos.
Para paliar un poco este déficit, Fermín de la Calle nos propone en Con fina desobediencia (Libros del K.O.) un recorrido histórico muy a la manera de un tercer tiempo, donde corre la cerveza, se va secando el barro, se suelta la lengua y las anécdotas se amontonan unas sobre otras. Desde las leyendas sobre el origen del deporte hasta los mundiales más recientes, el libro da cuenta de este casi par de siglos en los que han cambiado jugadores, reglas y puntuación, pero permanece el espíritu. Lo hace de manera más o menos cronológica y con el ojo puesto sobre todo fuera de nuestras fronteras en el rugby de selecciones, siempre con cierta nostalgia por las giras internacionales de antaño, que recoge en la mejor parte del libro sin escatimar en detalles y entrando incluso en comentar los problemas políticos que tenían que salvar.
No conozco a Fermín de la Calle en persona, pero tengo que reconocer que he leído artículos suyos en infinidad de ocasiones. Diría que es casi imposible haber leído un poco sobre rugby en España en los últimos años y no haberse cruzado con su firma en más de una ocasión. Con fina desobediencia está tan bien escrito que no se nota, algo que tiene mérito. Vivimos en la época de la adjetivación excesiva y la grandilocuencia, parece que las grandes gestas deportivas del presente y el pasado tienen que ir acompañadas de un lenguaje igual de ampuloso y encendido. Pero al rugby eso no le va. El rugby es más del estilo que demuestra Cliff Morgan en la narración del que muchos consideran el mejor ensayo de la historia (Barbarians contra Nueva Zelanda, 1973). Pocas palabras, casi todo sustantivos, el punto justo de emoción en la voz y ningún adorno. Este texto bebe de ese espíritu, y creo que es una de las mejores cosas que se pueden decir de él (y de cualquiera).
Más allá de ello, los aficionados fieles encontrarán un enorme surtido de anécdotas y estoy por asegurar que más de una que desconocen, aunque también podrán saltarse las partes más obvias y más didácticas. Los neófitos puede que se verán abrumados por la gran cantidad de nombres, términos y lugares que son solo citados brevemente. Quizá ese sea uno de los mayores reparos que se le pueden poner al libro, que queda a medio camino entre un manual de iniciación y una biblia para entendidos. Eso y que podríamos discutir si la traducción de la expresión que da título al libro es la más apropiada en español para ese “with a fine disregard” con el que en Rugby recuerdan el momento en que, dice la leyenda, William Webb Ellis corrió por primera vez con el balón en las manos.
Con todo, los méritos pesan mucho más que los posibles desaciertos y sin duda hay que celebrar que el oval encuentre un sitio no solo en la madera húmeda de los pubs sino sobre las dignas tablas de las mejores estanterías.
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