El gigante enterrado, de Kazuo Ishiguro

El gigante enterradoQuerido Kazuo Ishiguro:

Creo que no nos hemos conocido en el mejor momento. Tenía muchas ganas, de verdad. Me habían contado maravillas de ti, y no porque fueras premio Nobel de Literatura en 2017 (a decir verdad, no suelo retener sus nombres ni preocuparme por sus obras si no los conocía previamente), sino porque aseguraban que cada libro tuyo era una clase magistral de literatura.

Con esas expectativas abrí El gigante enterrado, pero a veces la vida interfiere en los idilios literarios. Nuestro primer acercamiento fue en una de esas semanas agitadas en las que el trabajo engulle cada una de las horas del día. Deseaba que El gigante enterrado fuera mi remanso de fantasía al llegar la noche. Allí me esperaban Axl y Beatrice, una pareja adorable de ancianos que se marchaban de su aldea para ir en busca de su hijo, huyendo de esa niebla del olvido que se empeñaba en borrar todos sus recuerdos, los buenos y los malos. Sin embargo, el pasar de las páginas era lento, muy lento (tú lo quisiste así, Ishiguro, y lo entiendo, porque la historia lo requería), y mis ojos se cerraban tan rápido que no llegaba a adentrarme en esa Inglaterra de la Edad Media, donde Arturo y Merlín ya eran leyendas del pasado, pero dragones, ogros y trasgos todavía poblaban esas tierras que sajones y britanos se disputaban.

Reconozco que hubo noches que falté a la cita, algo muy raro en mí, pero no pensaba abandonarte, no te lo merecías. Y me forcé a leer, a sabiendas de que así no lograría enamorarme de ti. En esos momentos era incapaz de apreciar los diálogos de los personajes, que decían tanto con tan poco, ni la grandeza de los dos ancianos protagonistas, destinados a disputar el puesto a unos caballeros curtidos en decenas de batallas. Y mira que, pese a no prestarles la atención que merecían, no se me van de la cabeza. Son uno de los matrimonios literarios más entrañables que he conocido. Tampoco me he olvidado de la reflexión sobre la memoria, el amor y el rencor que se adivinaba entre líneas y que golpeaba en el desenlace. Es extraño, Ishiguro, yo no estuve lo suficiente atenta a tus palabras, pero tú conseguiste colarte en mi cabeza. Qué paradoja: El gigante enterrado trata de gente que olvida todo sin querer, y yo recuerdo el trasfondo del libro aun sin pretenderlo. ¿Será esa la clase magistral de literatura que me has regalado?

El flechazo que esperaba no se ha producido, pero no ha sido por ti, sino por mí. Me ha quedado claro que eres de esos escritores a los que hay que conocer sin prisas y con la mente despejada, para disfrutarte en pequeñas dosis, para recrearse en cada línea.

Te aseguro que regresaré a las páginas de El gigante enterrado, o quizá sea mejor reencontrarnos primero en las de Nunca me abandones o en las de Los restos del día, que, si te digo la verdad, siempre fue mi primera opción. Pero, ante todo, te prometo hacerlo en un buen momento, cuando las obligaciones mundanas no se interpongan entre nosotros. La próxima vez estaré a la altura.

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