Ladrilleros

Reseña del libro “Ladrilleros”, de Selva Almada

Ladrilleros

Hay en los libros de Selva Almada vocación de trascendencia. Da la impresión de que dentro de veinte, treinta años, seguirán ahí, y nos dirán lo mismo que nos dicen ahora. No solo por el hecho de que despoje la narración de referencias tecnológicas, de guiños al progreso, y las sitúe en un limbo que podría ser hace cincuenta años como hace cinco. Se trata además de lo que cuenta, y de cómo lo hace. Es algo que ya destacaba en No es un río, y que también permanece presente en Ladrilleros, que es anterior, y constituye la segunda piedra en su trilogía sobre los hombres y su violencia, que se completa con El viento que arrasa. Sus historias son universales, apelan a nuestro lado más íntimo, a nuestra parte salvaje, y no podemos dejar de identificarnos con lo que ocurre en ellos a pesar de que aparentemente estén localizados a miles de kilómetros de distancia. Y a pesar, también, de que narre en un lenguaje que solo parcialmente es el nuestro, pero al que es capaz de dotar de la densidad del barro y del aroma del perfume al mismo tiempo.
El núcleo de Ladrilleros lo constituye el enfrentamiento de dos familias, con una historia de amor de fondo. Podrían ser los Capuletos y los Montescos si no fuera porque en vez de oro tenemos oropel, y es el polvo de ladrillo el que cubre los rostros de los protagonistas. No hay espacio para el romanticismo vacío, además, cuando en la primera escena ya encontramos dos hombres desangrándose, uno de cada familia. A partir de ahí, a partir de ese anzuelo inicial, todo lo que hace Selva Almada es tirar del hilo y dar carrete con maestría, como el pescador que sabe que ha picado una de las mejores piezas y no quiere que se le escape. Con fuerza pero con delicadeza, con la tensión justa en el sedal para evitar que se rompa. Nos lleva adelante y atrás para presentarnos a Elvio Miranda y Oscar Tamai, dos cabezas de familia que alimentan un odio mutuo que solo puede darse entre hombres, y cuyas raíces tienen poco de racional. Una pelea en un bar, una mala mirada, algo que ni siquiera ellos podrían explicar. Junto a ellos aparecen dos esposas conciliadoras pero no sumisas, y su descendencia, que se entremezcla en el barrio y en la escuela porque las dos familias viven una enfrente de la otra y se dedican al mismo negocio, la fabricación y venta de ladrillos. Entre medias, regresa a la escena principal, la de los dos muchachos cercanos a la muerte, y la intriga sobre lo que definitivamente les ha llevado a ese momento no deja de estar presente. Todo un acierto.
No vayan a pensar que Ladrilleros es una saga familiar con un profuso árbol genealógico junto al índice para que no se pierdan. No. Con solo un par de generaciones es suficiente para levantar una historia compleja que no habla solo de la violencia entre los hombres, sino que profundiza además en vínculo entre hijos y padres varones, en sus lealtades y en todo aquello que constituye la base misma de la masculinidad. El resultado, un libro intenso pero equilibrado, más completo y con un cierre más limpio que No es un río.
Ya lo he dicho antes y lo repito. Selva Almada es una joya. Ya no es que haya llegado para quedarse el tiempo que continúe escribiendo, es que sus novelas seguirán ahí cuando todos nos hayamos largado cerrando la puerta por fuera.

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