Towns

Reseña del libro “Towns”, de Bruce Jay Friedman

Towns

Después de relacionarme con un personaje como Harry Towns se me ocurre pensar (con miedo a no equivocarme) que quizás en esta vida haya dos clases de seres humanos, dos versiones distintas pero complementarias de un mismo Harry Towns. En un lado, están aquellos Towns que nunca consiguen dejar de ser Towns, a pesar de intentarlo una y otra vez. Y justo mezclándose con los primeros, caminan los otros Towns, esos que se autoengañan todo el tiempo, los que se disfrazan de alguien radicalmente distinto pero que, generalmente, suele resultar incluso más patético que el Towns de verdad.

El que nos regala Bruce Jay Friedman en esta formidable e imprescindible novela en forma de cuentos, escrita a mediados de los setenta bajo el nombre original de About Harry Towns y recuperada ahora en España y para alegría nuestra por la editorial Libros Walden, es un Towns que nos muestra las dos caras de la moneda. Un Towns, por lo tanto, integral.

Harry Towns es un fracasado cuarentón, guionista de cine venido a menos y vago y solitario hasta decir basta. Un ser débil y egoísta, inmoral e irresponsable. Un crápula, un cabronazo, un follador y un ludópata cocainómano. Un vicioso tontaina, vamos. Divorciado o a punto de estarlo, Towns ha sido un desastre como marido y, desgraciadamente, aún lo es más como padre. El otro Towns le odia por todo ello y le fustiga para que se esfuerce pero cuando parece coger carrerilla, la farlopa, las luces de neón o unos ojos brillantes de mujer le deslumbran y le arrastran una vez más a las entrañas de la mala vida.

Sin embargo, y como decimos, en la novela hay otro Harry Towns y es precisamente ese el que nos hace ponerle ojitos al primero. Entonces tratamos de entenderlo en medio de su ruindad y hasta nos dan ganas de colarnos en el libro para abrazar al pobre infeliz en alguna de sus cagadas, aunque siga siendo más cabronazo y patético que nunca. Porque este otro Harry Towns está asustado y perdido y por eso nos ablanda la mirada. Por ejemplo: de lo noche a la mañana ve morir a sus padres, prácticamente a uno detrás del otro. Animalillo, Towns, que viaja con su hijo a Las Vegas y una vez allí, queriendo parecer un padre enrollado (y, ya de paso, mantenerse alejado de las máquinas tragaperras), decide llevar al chaval a una absurda excursión a la que nadie que visitara Las Vegas se apuntaría, sobre todo para ver una presa que han construido en tierra de nadie. Ese Towns, ¿entiende? Ese que alquila un enorme apartamento de soltero en una planta treinta que apenas puede pagar. Un acto de absurda reivindicación con el que evitar acordarse cada día  que no es más que un eterno perdedor. Un flojo. Un excluido de los límites de la felicidad mundana. Pues ese es el otro Towns.

El humor (que casi roza la parodia) es el ingrediente secreto que Friedman pone en la cazuela para atraparnos desde la primera página. La cocaína, el sexo con camareras y prostitutas o las visitas a los casinos, los que le dan color a un personaje inolvidable que acabaremos odiando y queriendo a partes iguales, pues sus anhelos o fracasos bien podrían ser los nuestros.

Towns viene acompañado de un prólogo de Rodrigo Fresán donde descubrimos, entre otras muchas cosas, que Bruce Jay Friedman y Philip Roth fueron amigos en sus comienzos, cuando se les empezó a considerar como puntas de lanza de la nueva literatura norteamericana. Queda claro, sin embargo, quién de los dos alcanzó el merecido reconocimiento mundial (quedando inscrito para siempre en el registro de insignes probaturas de La Gran Novela Americana, ese concepto que es mitad mito, mitad maldición), y quien, por el contrario, ha terminado siendo “solamente” un grandísimo escritor al que leemos en seminarios, clubes o talleres de literatura. Bruce Jay Friedman es un escritor casi de culto en los Estados Unidos pero fue, en realidad, y a pesar de todo, un innovador. Friedman le hizo el trabajo sucio a todos los que vinieron después (Roth incluído) y para más regocijo de nosotros, los mortales, un día creó este personaje inmortal que, siguiendo con la idea de Fresán, podría ser una especie de Jay  Gatsby sin glamour y con pantalones de campana.

Quizá la clave esté en aceptar nuestra propia parte de Harry Towns, que también puede que sea la más hermosa de nosotros mismos. Y luego, seguir. Sin más. Golpeándonos, como dijo Scott Fitzgerald, “igual que barcas contracorriente que son devueltas sin cesar al pasado”.

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