El último de la estirpe, de Fleur Jaeggy

El último de la estirpeSon los pasos que se adivinan, los que no se oyen, los que te erizan el pelo, no ya por terror, sino por la sensación de que algo se mueve como si fuera una mano invisible que, con tiza, escribe en una pizarra señuelos y mapas de lugares donde se aparecen cosas que no te explicas, o que, aunque lo haces, no deberían estar allí. Y no tiene necesariamente que, como he dicho, ser una imagen terrorífica o un aire indeseado o una relevante impresión. No, no tienen que ser esas cosas, pudieran ser partes de ti mismo deseadas o esperadas, pasadas o futuras. Pero, como fantasmas de seres queridos, como fotografías de pasados mejores, como inmortales lecciones de profesores olvidados, ser tan furiosamente queridos como lánguidamente comenzados a olvidar; ya que parecen ser parte de un sueño que se materializa por última vez, parecen velas que comienzan a gotear sus ultimas ceras, palacios que ven derrumbarse el tejado, en un estruendo de pájaros sin nombre, piedras poderosas y madera carcomida. “El último de la estirpe” posee el olor de la sutil decadencia y del silencioso destino de las cosas que pasaron o, eres plenamente consciente de que hagas lo que hagas, van a pasar…

Las imágenes del espejo en sombra, las personas que no pueden despedirse, los sermones de consolación, las habitaciones vacías, los muertos sin nombre, todos, son el último recurso de la vida para mostrarnos que todo cuanto se ha ido se queda en los rincones del angulo muerto entre la mente y los sentidos.”El último de la estirpe” son los relatos sobre gente ausente, sobre figuras, compactas o etéreas, que parecen dominar el presente y el futuro desde su nostalgia poderosa. Son historias sobre mundos reales y sobre mundos desaparecidos, que parecen disolver sus contornos hasta mezclar vida y muerte, pasado y presente.

Revolver entre los veinte cuentos que componen el libro supone descubrir pasillos que llevan a habitaciones solitarias donde encuentras a Ingebor Bachmann, o, en otra, a Oliver Sacks, o el más bello es el hipnótico aposento donde Fleur Jaeggy dejó reposar sus recuerdos de Iosif Brodsky, lleno de lugares sin olvido y olvidos llenos de lugares. Seguir agitando el tomo supone un revuelo de hojas y palabras donde aparecen algunos juegos malvados y descubrimientos imposibles en museos, en exposiciones, en casa con gato o con raíces de mandrágoras, en fantasmagóricos y trágicos viajes por Auschwitz; todos parecen surgir de lo más recóndito de las tradiciones o sueños de la escritora. Esos donde se crean y se disuelven pesadillas, donde hay sueños sobre libros infantiles o libros infantiles que se hacen sueños, hay pasadizos de juegos de la bruja, hay días enteros en el museo o hay horas divertidas inventando cosas. Cuando se ha aposentado el polvo que han levantado aquellas habitaciones o estos museos, nos queda el reflejo de lo que es el esqueleto del libro, los muros de carga donde se sustenta el palacio que por momentos parece de estilo gótico. Todas las vigas, todo el artesonado, todos los suelos están hechos de historias oscuras sobre seres queridos que ya no están. Siempre hay una ausencia en el relato, algo falta, algo ha desaparecido; su perdida revuelve e intranquiliza, parece despertar y, otras, ocultar los sentimientos, de forma que el mundo se mueve porque no están esas personas. Niños y niñas casi todos, que no se olvidan y se van, o que no lo hacen porque ya son lo que serán siempre: inamovibles, inmutables, eternos…niños…

Niños que pasearon por casas tan vacías de ruidos como llenas de gritos silenciosos de los que no pudieron quedarse, niños crueles, niños con madres que no dejaron que las olvidase, niñas con ojos dementes, niños que no terminan nunca de serlos, niños qué saben el día deben morir, niñas con ventanas llenas de fuego, niños huérfanos de nada y llenos de todo, niños que sermoneaban en casas derruidas… Todos ellos, algunas veces reales y otras veces partes de la mente de sus supervivientes, son figuras de un paisaje en el que parece que no pasa nada excepto su presencia o su ausencia. Ellos son el cielo que tapa, la nube que cubre, la lluvia que cala, son el silencio y son el ruido. Cada instante de la vida son ellos, porque son el inicio y el fin de la existencia de los que le rodean, son muerte y son supervivencia a partes iguales, porque son amor y odio, dogma y duda, son todo eso al mismo tiempo. Las razones de lo que sucede en las historias, en cada mínimo momento, van más allá del entendimiento y es así porque debe ser así, porque las cosas han sucedido para que todo se quede de ese modo, en ese helado instante.

La voz breve y concisa, como la del golpe rápido de la tecla de una máquina de escribir vieja que escribe frases cortas y contundentes, es la que configura “El último de la estirpe”. Es una voz de esas de las que no puedes tocar, que te roza los oídos y como el compás de una vieja canción de blues susurrada, casi mascullada -que no cantada-, parece introducirte en la mente el secreto de las casas encantadas, de las madres insatisfechas, de los niños que lloran, de las paredes que musitan, de los niños que no lloran, de las viejas fotografías que te siguen con la mirada. Secreto que parece que ha sido revelado solo una vez y para ti, para que lo guardes hasta la próxima vez que alguien te pregunte sobre el significado de la frase: “belleza oscura”.

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