Ana nació en Murcia y, como muchas otras niñas, pasó su infancia en un pueblecito hermoso y feo, como cualquiera. Dice que no es guapa ni fea, ni vieja ni joven, ni tonta ni lista, ni buena ni mala. Todo depende de cómo se vea, ¿no? Ana escribe, dice, para conservar las cosas que no quiere mueran jamás. Me parece un motivo más que justificado. “Enamórate de un escritor y siempre estarás vivo”, pues algo así sucede con nuestra propia escritura. Todo aquello que dejamos por escrito no puede morir y Ana ha querido en Aquelarre de muñecas no solo resucitar algunas sensaciones, sino que además nunca mueran para ella. Y lo ha querido hacer mediante la prosa y el verso, porque Ana es una mujer todoterreno que no le tiene miedo a nada. Y mucho menos ahora.
Pero, ¿qué sucede ahora? Pues que Ana ya no es aquella niña que deja ver en sus versos y relatos.
“No éramos malas, nunca fuimos malas.
Éramos solo niñas buenas,
desencantadas y rabiosas”.
Y probablemente la maldad sí que forme parte de su vida actual, pero no entonces. Ninguna niña es mala. Y este pensamiento me pone los pelos de punta, porque así es como muchas hemos crecido, con esa carga persiguiéndonos. Ana se desquita de esa carga en este libro, se libera haciéndolo de manera magistral. Soltando lastre. Atando cabos. Para ello realiza un viaje íntimo a su propia infancia y establece un diálogo con aquella niña que fue. Ese diálogo, todos esos recuerdos y sensaciones conforman este Aquelarre de muñecas. Un viaje duro y liberador a nuestra infancia, a volver a ver todo con nuestros ojos de niñas: con ternura, con ilusión y con miedo, ese maldito miedo. Porque las primeras veces no son fáciles en casi nada y para casi nadie. Mucho menos en una niña. Enfrentarse a nuestro propio cuerpo, al desengaño, al primer amor, al sexo, a las relaciones entre mujeres.
Con una mirada muy personal e irónica, es una delicia acompañar a Ana en este regreso a la infancia. Una forma de desquitarse, pero también de volver a ser quién éramos.
De Ana prefiero sus versos, por esta manía mía por la poesía, ya me conocéis:
“Florece la carne
el arrullo de las canciones de la primera juventud.
Llega uno al mundo tiritando y cubierto de un manto
blanco pegajoso,
con la boca roja como una amapola de sangre.
Y, a partir de ahí, todo es deshojarse:
florecer, perecer, renacer una vez y otra.
Tenemos las mujeres las venas llenas de salvia y sueños,
de las flores nos gusta el sexo
porque somos sexo y somos flor.
Vamos dejando un rastro de pétalos que barre el viento
y que nunca, nunca volvemos a pisar”.
Me entendéis, ¿verdad? Hay algunos versos en este libro que son una maravilla.
Ha merecido la pena descubrir a Ana Elena Pena por esos versos que os mencionaba. Os recomiendo, sin duda, este Aquelarre de muñecas, este viaje a una misma, a la que fuimos y somos. Sin tapujos, sin vendas. Una exquisitez.
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