Casa ajena, de Silvio D’Arzo

casa ajena

Casa ajena…  me digo a mí mismo y me quedo pensando. Asombrado y maravillado. Cojo el libro con una mano. Es un libro de 10 x 15 cm. Como una foto de las de toda la vida. Parece mentira que un libro tan pequeño, tan minúsculo, sea capaz de encerrar tanto en tan poco espacio.

Apenas cien hojas para condensar una historia que no sabes por dónde te llevará porque lo poco que nos avanzan de ella es que a un cura se le hace una pregunta que no sabe responder. (Vamos, como si los curas lo supieran todo…)

Un cura que, durante todo el relato me ha parecido más que “en casa ajena” en garaje desubicado cual pulpo, porque no se entera de nada de lo que pasa en el pueblo a pesar de llevar treinta y tantos años en la misma aldea perdida.

Pues bien. Zelinda le hace una pregunta. Zelinda, de sesenta y tres años, es una pobre mujer cuya rutina nos haría a muchos pegarnos un tiro y cuya vida además compara con la de su propia cabra:

“Yo tengo una cabra que llevo siempre conmigo: y la vida que yo llevo es la misma que la suya, tal cual. Va al fondo del valle, vuelve a subir al mediodía, se para conmigo delante del barranco, y luego la llevo al canal, y cuando me voy a dormir se va a dormir también ella.”

Y la pregunta que le hace, es el meollo sobre el que va a girar toda la narración y sobre la que no puedo decir nada. Incluso a ella le cuesta preguntarle al sacerdote, pues se siente tan avergonzada al revelar sus pensamientos ante un representante de las reglas de la Iglesia como si fuera a desnudarse ante un hombre por primera vez.

El cura no sabe qué contestar. Se queda sin palabras porque no está preparado para semejante pregunta. No tiene respuestas porque desde su punto de vista eclesiástico es imposible e impensable que alguien pueda pensar o desear eso.

Desde ese momento habrá unos conatos de acercamiento por parte del cura hacia Zelinda que terminarán en alejamientos. Y vuelta a empezar. Se siente impotente. Quiere ayudarla, la busca, la encuentra y la rehúye, la vuelve a buscar, la vuelve a encontrar…pero no puede hacer nada. Nada.

Ah, y no hablo de sexo, que habrá quien ya no piense en otra cosa. ¡Qué cruz con vostros…!

Por otra parte, reitero mi asombro inicial. Meter “tanto en tan poco”, como he dicho antes es muy jodido. (No, sigo sin hablar de sexo). No es nada fácil jugar con la forma para que el fondo sea el pretendido. Las palabras están muy medidas (a pesar de la constante repetición de las esquilas de bronce), las descripciones no se hacen tediosas y la lectura fluye cómodamente.

Por último, para redondearlo todo un poco más, podemos considerar, como se apunta en el posfacio, que Casa ajena es un libro que puede verse desde muchas perspectivas. Es la descripción de la soledad, de la rutina en unos tiempos tras la Segunda Guerra Mundial, en los que más que vivir se sobrevivía. Es la descripción de una época, de las estrecheces del mundo rural, de las tradiciones, del peso de unas leyes y/o tradiciones seculares en el colectivo de la población, de la fe y del descreimiento también, de la abnegada vida de una mujer trabajadora…

Y  todo esto lo trata y lo desarrolla con mucho cuidado Silvo D’Arzo. No sé si me explico. No es que en un capítulo pase esto y en otro lo otro. Es que está todo perfectamente engarzado, todos los elementos de la escena social, local y temporal funcionan a la vez y te haces una composición de lugar con todos los elementos sin darte cuenta. Te dejas llevar, te has metido en el libro y comprendes perfectamente lo que pasa por la cabeza de los lugareños, pero ya solo quieres saber cual es la pregunta de Zelinda, y cual la respuesta.

¡Golden!

No había compañía más mísera que la de aquella hora. En momentos así le asaltan a uno determinados pensamientos, y los recuerdos le entran en el cuerpo: “Eso es todo?”, se nos ocurre entonces preguntar: de modo que un hombre ya no es ni siquiera un hombre.

Una pequeña, minúscula, joyita ante la que caer.

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