El cantar de Aglaé, de Anne Simon

El cantar de AglaéDicen las malas lenguas (o las buenas, o las regulares; no me metáis en fregaos ya en la primera línea) que los tiempos están cambiando. Me refiero en concreto a estos días de patriarcados que se desmoronan y de empoderamientos femeniles. Naturalmente, yo, como hombre, no puedo hablar de esto, del mismo modo que un blanco no puede hablar de racismo, ni un vegetariano (si es que el vendaval vegano ha dejado alguno) puede hablar de foie gras. Por suerte, Anne Simon, la autora de este sorprendente El cantar de Aglaé, es mujer y tiene todo el derecho del mundo a ofrecernos una visión de la lucha de sexos mucho menos complaciente de lo que a muchos (o muchas; sigo con pies de plomo) les va a gustar.

Como ninfa acuática que es, Aglaé tenía ante sí una vida de pocas exigencias. Retozar en el agua, inspirar a poetas, cuidar de los niños y ser amante y madre de dioses iban a ser sus principales ocupaciones. Pero cuando una ninfa colega le habla de sus planes de fundar una familia y ser eternamente fiel a su marido, ella se queda fría. Aglaé aspira a algo más.

Un buen día aparece un tritón o, para entendernos, un hombre con cuerpo de pez, y Aglaé cae rendida a sus encantos. Ese encuentro tristemente fugaz tiene unos meses más tarde consecuencias imposibles de ocultar, por lo que el padre de Agalaé, Océano, castiga a su hija expulsándola del bosque de Enna. En ese momento, y con la severa declaración de nuestra heroína, “detesto a los hombres”, comienza la errancia de Aglaé y la apasionante y, en cierto modo, enigmática aventura del lector que se adentre en estas páginas.

Con un título que nos remite a una epopeya, y con una estructura que nos lleva al universo de los cuentos de hadas, este extraordinario El cantar de Aglaé nos presenta desde el primer momento un mundo marcado por la ambigüedad de géneros, en todos los sentidos de la palabra. La epopeya es, casi por definición, un género que nos narra las gestas de los hombres, desde el Cid hasta La canción de Roland pasando por el Orlando furioso. Aquí, sin embargo, con su voluntad de escribir su propia historia, Aglaé toma las riendas de su vida y de la obra desde la primera viñeta.

Aglaé hace todo aquello que quiere hacer, tanto si tiene derecho a ello como si se trata del acto más censurable. Aglaé no pide permiso. Su libertad emana de su interior, es su naturaleza. Por eso Aglaé no reivindica, no predica, no sermonea, sino que es su eventual secretaria, Simone, trasunto de la Beauvoir, quien, al redactar sus discursos, se ocupa de poner sus propias ideas en boca de su señora. Estooo, ¿y cómo hemos llegado a que una ninfa acuática se dedique a dar discursos para encender a las masas de mujeres? Pues porque en esta mezcla de géneros que mencionaba más arriba, El cantar de Aglaé tiene también mucho de novela picaresca.

En su errancia que la lleva del reino de Océano al circo, del circo al trono del reino de Marylene, y del trono a… bueno, ya veréis, Aglaé no deja títere con cabeza, a veces de manera literal. Su sangre fría, su arrogancia, su egoísmo, su espíritu indomable y algunas otras características que solo se revelan hacia el final hacen de Aglaé un personaje fascinante, complejo, misterioso, y que seguramente me parecerá completamente diferente la próxima (tercera) vez que lo lea. Porque la buena literatura es como Aglaé: rotunda, acuática e impredecible.

 

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