La azotea, de Fernanda Trías

Bien nenes, las cosas como son. Es de justicia reconocer que Sol Salama es, como ella misma afirma, osada. En estos tiempos, y sobre todo en este país, en donde cada vez se lee menos y en donde la gente se lanza de cabeza a la piscina de los superventas (en el mejor de los casos), o a la piratería, Salama se ha embarcado en algo que a mí me encantaría hacer: la creación de una nueva editorial. O sea, poner tus propias perras para levantar una empresa que publique los libros que tú quieras publicar, es de ser muy valiente. Porque lo fácil, está claro, habría sido montar una frutería como esas que han florecido de un tiempo a esta parte, o un bar o una tienda de chuches… Pero no. Sol sabe lo que quiere. Y no va a lo fácil, precisamente. Quiere editar libros con mucha ilusión. Libros “salvajes” que sacudan al lector. Literatura que flote entre la ficción y la no ficción, literatura descarnada, que produzca un cambio en quien la lea. Que transforme al lector. Leer es transformación, dice, y de ahí el nombre de la editorial: Tránsito.

Pues, ¡pardiez!, que su odisea empresarial ha comenzado a paso de gigante, con su primer editado: La azotea. Un libro extraño, desasosegante, difícil de catalogar y que, a pesar de sus 136 páginas y de estar estructurado en pequeños fragmentos, he tenido que interrumpir de cuando en cuando para salir a la superficie a tomar aire, pues Fernanda Trías crea una atmósfera asfixiante, claustrofóbica y opresiva que aumenta a medida que avanza la lectura.

 “El mundo es esta casa”. “Todo lo que está afuera significa todo. No hay nada fuera de la casa que no me cause terror”. “El mundo es malo. Las calles son peligrosas y no se puede confiar en la gente. Así le fue a Julia. Por eso quise proteger a papá, aunque él nunca lo haya entendido”.

Con semejantes frases ya nos podemos hacer una idea de lo jodida que tiene la cabeza Clara, la adolescente protagonista. Tras la muerte de su madre (adoptiva o biológica, no queda claro), se encierra en su apartamento (puerta cerrada con llave, ventanas tapiadas…) durante cuatro años con su hija, su padre enfermo y un canario. No sabemos qué es lo que la amenaza en el exterior o lo que ella cree que puede amenazarla (y no me voy a meter en zarandajas de metáforas políticas ni en que si la casa simboliza tal o cual refugio contra la represión política, ni en cosas de ese palo). Clara cuenta con una vecina para que le haga los recados y otras cosas típicas de vecinos, como ayudarla a parir, que son cosas que unen mucho a la comunidad, a cambio de cierta cantidad económica.

El dinero sale, literalmente, de debajo del colchón, de los ahorros de su madre adoptiva o bio… la fallecida esposa de su padre, pero claro, esos ahorros algún día se acabarán, y Clara no ha hecho nada por conseguir más. Pero nada de nada, salvo intentar minimizar gastos. Juro que hay momentos en los que dan ganas de cogerla de los hombros, zarandearla y decirle que espabile, que como siga así, aparte de cortarle la luz y el agua, le van a comer la merienda, la van a echar del piso y llegará el momento en el que no tendrá qué llevarse a la boca ni ella, ni su padre ni su hija… De verdad que…

Por otra parte, la relación con el padre es también de juzgado de guardia. Ambos deberían haber ido a terapia familiar, sobre todo después de cierto suceso que no destriparé, pues la tensión y la culpa que observamos son más densas que Nietzsche borracho explicando 2001 Una odisea en el espacio.

Lo cierto es que Clara quiere tener todo bajo control y sospecha de todo lo que esté fuera de él pero lo que realmente consigue es tener más cague. Cada vez más y más, las condiciones de vida de los cuatro van empeorando y Clara va cortando los pocos lazos que aún le quedaban con el exterior aún a costa de una creciente precariedad y decadencia: enciende velas cuando cortan la luz, dejan de ducharse y se lavan con barreños, recicla los pañales, las bolsas de basura se bajan solo cuando ya hay unas cuantas para aprovechar el viaje y no exponerse a los peligros del exterior…

¿Y por qué todo esto? Toda esta colección de paranoias y obsesiones que provocan al lector incomodidad, que le perturban y obligan a mirar a otro lado… Creo saber la respuesta, pero me la callo porque soy un chico malo y tendréis que descubrirlo por vosotros mismos. Y ojo, no es que la solución venga al final, (que por cierto, ¡vaya final!), sino que es algo que puede entenderse dejando reposar un tiempo la lectura. Y tampoco es que lo importante sea el final, que lo es, sino el recorrido que hemos hecho a lo largo de esta novela hasta llegar a él.

La azotea es una novela desgarradora, sólidamente construida, que incomoda y engancha a partes iguales y de la que también hay que saber zafarse de vez en cuando; con una atmósfera densa y opresiva muy bien conseguida, una gran descripción de lo que podría ser el borde de la cordura y un final para el que hay que tener estómago.

Salvaje no sé, pero poco complaciente, estremecedora y una baticao de tripas y cerebros, desde luego.

Lo dicho, no podía haber comenzado mejor la andadura de esta nueva editorial. ¡Mucha suerte a Tránsito, larga vida y buenos libros!

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