La tierra, el cielo, los cuervos

Reseña del cómic “La tierra, el cielo, los cuervos”, de Teresa Radice y Stefano Turconi

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Puede resultar extraño que un pacifista consumado como yo disfrute del género bélico. De hecho, incluso hubo una época en la que me obsesioné con la Primera Guerra Mundial. Al principio buscaba documentación para un proyecto que tenía que desarrollar, pero a medida que leía, mientras indagaba y hallaba esas pequeñas y trágicas historias, me fui sumergiendo en un mundo de sinsentidos al que traté de encontrarle una lógica. No encontré la respuesta. Pero sí descubrí todas esas grandes obras del cine, la literatura y, sobre todo, los cómics que diseccionaban el conflicto militar, lo abrían totalmente en canal y enfocaban el microscopio en lo que verdaderamente importaba: la supervivencia de los valores humanos en un mundo de infamia. La tierra, el cielo, los cuervos (edición de lujo gracias a la editorial Nuevo Nueve) es uno de esos cómics que además de tener un marcado tono antibelicista es una obra que reconcilia al ser humano con esos sentimientos primordiales que lo unen a la naturaleza.

La tierra, el cielo, los cuervos nos transporta a 1943, a lo más cruento de la Segunda Guerra Mundial. Los monasterios de las islas Solovetsky, como inicia su narración nuestro protagonista, no eran todavía un gulag; aunque poco les faltaba. De una de esas prisiones consigue escapar un soldado alemán. Por el camino, y a la fuerza, se le une un italiano. El ruso, el tercero en discordia, es un rehén que toman por la fuerza los otros dos. Por delante tienen una tierra inhóspita, temperaturas gélidas, un destino vago y la necesidad de entenderse, a pesar de que son muy diferentes en todo. Saben que la huida que emprenden no sirve para eludir la guerra, y que, además, intentar sobrevivir a las inclemencias de una naturaleza salvaje es una falsa promesa de libertad así como un suicidio, pero la desesperación habla. Aquí empieza la brutal y bella historia de supervivencia de Fuchs, Attilio y Vanja.

Teresa Radice y Stefano Turconi, acostumbrados a trabajar juntos desde hace mucho tiempo, son los encargados de traernos este cómic de género bélico que a pesar de todas las tragedias es una oda a la vida. Teresa Radice pone las palabras, y vaya palabras. Stefano Turconi es el encargado de los pinceles, y vaya maestría. Teresa Radice elabora un guion duro, dramático, pero de una belleza poética y esperanzadora que deja sin aliento. Mediante el monólogo interior de Attilio, el soldado italiano, iremos conociendo sus miedos y esperanzas, además de la nostalgia por un lugar pacífico que ha dejado de existir. Attilio además sirve de nexo de unión para conocer las vidas de los otros dos soldados: el pasado, los anhelos y el futuro que quieren tener pero que ven lejano e incierto. La relación de los tres hombres no es un camino de rosas, demasiadas diferencias. La ideología de los tres difiere, así como el carácter. Radice añade la barrera del idioma para que sus diferencias sean más acusadas por el lector. Al único que entenderemos al cien por cien es a Attilio, los otros dos hablarán sus idiomas natales. Puede parecer confuso al principio, y tal vez es lo que Radice busca: que el lector sienta la desorientación de esos tres hombres condenados a entenderse. El obstáculo del idioma en realidad es un simple peaje fácil de pagar si se presta la atención adecuada, porque siempre hay aclaraciones, ya sean mediante la elaborada narrativa escrita o la preciosa narrativa visual.

En muchas de las viñetas de La tierra, el cielo, los cuervos vamos a encontrar parajes invernales donde seremos testigos de primera fila del sol de medianoche o donde nos cruzaremos con ardillas, lobos y búhos nivales. Hay que ser muy bueno para hacer lo que Stefano Turconi hace, para dibujar preciosas postales de ocasos y amaneceres de un lugar que resulta poco hospitalario para el humano. Y ese lugar frío, abrumador e inmisericorde contrasta con los recuerdos cálidos, de lugar seguro, de Attilio. Las acuarelas sobre lápiz de Turconi nos trasladarán a la infancia de Attilio, a la difícil relación que tenía con su padre, a los trapicheos que llevaba a cabo como contrabandista y a recuerdos bonitos y tragedias típicas de una vida humana. Algunas de esas vivencias servirán a Attilio como tabla de salvación, otras lo hundirán un poco más, todas, en conjunto, ayudarán a construir una personalidad compleja y llena de matices que en más de una ocasión nos arrancará una lagrimita. Al final, La tierra, el cielo, los cuervos deja una impronta indeleble en el lector, un oasis de esperanza, humanidad y calma que logra que casi no oigamos el abrumador estruendo de la guerra.

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