Lluvia fina, de Luis Landero

Lluvia finaComo siempre pasa con lo mejor, yo descubrí a Luis Landero por pura casualidad. Era algún mes de principios de verano del pasado año, estaba en Madrid de turismo, era un domingo que venía bien cargado de resaca y familia y decidí pasar un buen rato de la mañana dentro de una librería céntrica de segunda mano. Salí de allí con dos libros. El primero de ellos era uno de Antonio Muñoz Molina (ahora no recuerdo el título) y el otro, Juegos de la edad tardía, de Luis Landero. A Muñoz Molina ya lo había leído y me gustaba (me gusta), pero de Luis Landero no conocía absolutamente nada. Si me llevé el libro fue por dos simples razones: porque llevaba un topo en la cubierta en el que se destacaba no sé qué premio muy importante de las letras españolas, y porque estaba al lado del de Muñoz Molina. De vuelta a Barcelona empecé el de Landero y desde ese día sigue dando vueltas en mi cabeza. Me dije, cuando lo terminé (no es con el primero que me pasa), que a partir de ese momento leería todo lo que publicase este buen hombre. Así que aquí estoy hoy, hablando de su última novela, bien sacada por Tusquets con la mirada puesta en Sant Jordi/Día del Libro: Lluvia fina, de Luis Landero.

Se titula Lluvia fina pero bien podría llamarse Aurora. Aurora es el epicentro, el nexo, el ojo de un huracán al que varias voces se dirigen con «el fluir incesante de esas pequeñas historias familiares que no terminaban nunca de contarse». Y es que de eso va el libro, de cómo alguien se convierte, sin buscarlo ni quererlo, en el colchón con el que desahogarse de una vida sin nada dicho pero con mucho por decir. Están Sonia y Andrea, cuñadas de Aurora; está Gabriel, su pareja y hermano de estas. Está la otra (y no menos importante) Sonia, la madre de los tres hermanos; y está Horacio, ex pareja de Sonia hija (y más cosas). Pero sobre todo está Aurora.

Landero, innovando en estructura con un andamiaje en el que las voces se superponen dando igual el tiempo y el lugar, hace de Lluvia fina una novela coral en la que todas las voces, compuestas de comentarios que querrían ir hacia sus destinatarios pero que siempre empiezan y acaban en Aurora, acaban muertas en un solo punto auditivo. Al abrir su páginas nos encontramos en un punto concreto: todos son ya adultos y Gabriel tiene la feliz ocurrencia de proponer una comida de cumpleaños para su madre. El ojetivo es reencontrarse con sus hermanas, olvidar antiguas rencillas y ser, o por lo menos parecer, una familia normal. Pero todo se trastoca desde el principio. Ninguna de la dos hermanas entiende la necesidad de esa celebración y ambas sienten la necesidad de expresarlo. Se lo dicen a Gabriel, pero necesitan de Aurora para hablarle de sus sentimientos. Es ahí donde empieza todo.

Aurora, que lo único que hace es escuchar (y escuchar muy bien), se convierte en una especie de confesionario al que acuden las hermanas (e incluso otros) para quitarse de dentro todo lo que hasta ese momento no se habían atrevido a decir. Es como prender la llama de lo no dicho. Y gracias a eso nosotros nos enteramos de sus pasados, que varían según la voz que los cuente aunque estos sean los mismos para todos. Es, podríamos decir, una genial demostración de cómo la memoria distorsiona la realidad, de cómo son tantas las vidas que vivimos según desde cuándo se miren, desde dónde y por quién. Grandes secretos se van desvelando y tú tienes la total libertad de decidir a quién creer, si es que tienes que creer a alguien. Con una gran carga de diálogo, esta Lluvia fina es un ejemplo más en forma de ficción de lo bien que cuaja dentro de un libro la búsqueda de tragedias pasadas, de historias inconclusas en vidas propias y ajenas, del interior secreto de las familias.

Y para muestra, un botón: «Nunca, nunca, aunque no pase nada, la gente deja de contar, y si hay infierno, también allí seguirán contando por los siglos de los siglos, dándole cuerda una y otra vez al juguete de las palabras, intentando entender algo del mundo, tanteando en el absurdo de la vida en busca quizá de algún resorte que abra su ciega cerrazón, como la cueva de Alí Babá al conjuro de una palabra mágica, y nos descubra el gran tesoro de la razón, de la luz, del sentido exacto de las cosas…».

 

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