¡Los pingüinos, al polo!

Una breve reflexión sobre las sillas del salón y la edición independiente en España

pingüino

En mi casa, mi hijo pequeño utiliza una pequeña silla de madera para sus juegos, con armazón de hierro forjado siguiendo la tradición castellana, y que reluce tanto que todavía parece recién barnizada. La mini-silla debe tener treinta y ocho años, más o menos. La fabricó mi abuelo materno, el maestro herrero del pueblo, que le regaló una a cada nieto según iban aprendiendo a andar, todas exactamente iguales (para que no surgieran suspicacias ni envidias futuras que terminaran con asesinatos o purgas familiares). La nuestra, primero la usé yo, después mi hermana, ahora la usan mis hijos y, seguramente, siga estando perfecta y disponible para que la pateen los hijos de éstos y los siguientes, incluso.  


Pero en casa también tengo otras sillas. Modernas y tal. Me valieron una cantidad de dinero que me da vergüenza recordar, si tenemos en cuenta lo que han durado algunas de ellas, pero en ese momento eran “asequibles”. Y además estaban ahí, muy bien colocadas. Siempre a la vista. Formando parte de un conjunto de cosas para el salón, en su mayoría inservibles, pero que también terminé comprando. Y, además, por supuesto, eran ergonómicas y eran el último grito en sillas, y eran de importación y bla, bla, bla (aunque, luego, he comprobado que la mitad del vecindario las tiene casi idénticas). Ya sabe, esa mierda marketiniana que se enseña en las escuelas de negocio y, a veces, en las iglesias.

Y como ayer se rompió el ¿cuero? de una y tengo dos que cojean sin remedio, hoy he querido hablarle a usted del amor. Porque si hay una cosa que marca las diferencias más allá de frases y reclamos vacíos y falsos, más allá de poner cancioncitas chill out y suaves perfumes de lavanda para engañar a nuestros sentidos, es el amor.

Y ahora que, más o menos, he conseguido encauzar este artículo, si le parece, volvamos a hablar de libros.

Volvamos a hablar de libros, pero sigamos hablando de amor. O, más concretamente, hablemos de gente que edita libros y se juega constantemente la comida de sus hijos por amor. Personas normales, como usted y como yo, que quizás destinan más dinero de lo estrictamente necesario a la edición de literatura porque lo que les mueve de verdad es un sentimiento de amor por lo que hacen. Esa gente, sí, que nunca gana suficiente dinero porque sacan a la luz estos libros del infierno que a usted y a mí tanto nos gustan. Esa gente que, en medio de una terrible pandemia, decide dejar de producir y producir libros sin haber reflexionado por qué, y entonces se centra en darle a unos pocos de ellos el tiempo y la atención que de verdad se merecen y necesitan, aunque quizás tengan que terminar todos comiéndose las uñas de los pies. Porque esta gente edita libros con amor. Usted y yo sabemos quiénes son pero de vez en cuando conviene recordar(nos) sus nombres.

Porque si mi abuelo hubiera querido vender aquellas sillas, yo estoy seguro que nada hubiera cambiado, que las habría fabricado igual. Con el mismo amor. Puede que llegado el caso hubiera fabricado cientos, claro que sí (mi abuelo no era gilipollas, ¿qué se ha creído usted?), pero siempre lo hubiera hecho con la misma pasión, con el mismo sentido del respeto por lo que hacía y por cómo lo hacía. Y también estoy seguro que habría perdido dinero por ello, pero no habría sabido hacerlo de otra forma. Ni hubiera podido. Porque, como le ocurre a esta gente de los libros, a mi abuelo no solo le movía el amor por sus nietos, faltaría más, sino que sentía respeto y amor por su oficio, por esa forma de vida artesanal. Por esa forma de hacer y de crear algo único y personal. Por el objeto en sí mismo, por el resultado. Esa parte de nosotros que, cuando creamos con honestidad, siempre queda fuera de nosotros para siempre.  

El color que cayó del cielo, del gran H.P. Lovecraft, o Vamos de paseo, unos libros para niños que te rompen la cabeza de lo macarras que son y que forman parte del Programa de Lectura de Escarabajo Pelotero, ambos editados por la editorial independiente Libros del Zorro Rojo, son dos ejemplos de libros hechos con amor. Pero en España hay muchos ejemplos más. Sajalín, Barrett, La Navaja Suiza, Fulgencio Pimentel, Páginas de Espuma, Capitán Swing… y tantas y tantas otras editoriales que hacen libros con sentido. Con independencia. Con valentía, cojones. Con amor.

LIBROS con fantásticas cubiertas, de tapa dura o blanda, pero fabricadas para cautivar (y perdurar), o LIBROS que contienen ilustraciones únicas, de artistas gráficos de primer orden (dentro de poco les hablaré de las que contiene la nueva y particular edición de 1984, de Orwell, también a cargo de los amigos del Zorro Rojo, y que son el no va más) o de creadores amateurs que tienen un talento descomunal. O también LIBROS de esos que siempre te dan un buen meneo, los que te golpean o te ponen mirando bocabajo, del revés. Los que te dejan tiritando, consciente de tu fragilidad y de la soledad y el espanto en la que vives. LIBROS con historias tremendas, muchas de ellas, inéditas hasta la fecha aquí (¿habrase visto tanta pérdida de tiempo?).

Pues esos LIBROS.

Literatura sin adjetivos ni pompas de jabón sobrevolándoles/nos la cabeza. ¡Y qué decir de esos LIBROS que son reeditados décadas y décadas después! LIBROS de autores extraordinarios, que cayeron en el olvido injustamente o que fueron maltratados por el puto mercado y la ignorancia de la gente y a los que, ahora, una pequeña editorial de provincias, dirigida por cuatro extraños locos se atreve a dar otra vida de esa forma tan inconsciente y antiliberal que solo un loco antiliberal es capaz de entender. O esos LIBROS que contienen una traducción al castellano impecable, llena de sentido de la oralidad y llevada a cabo con mano de experto y silencioso orfebre.

Esos LIBROS.

Esos que, como norma general, suelen quedar sepultados por la ingente y abúlica basura cósmica que se edita y se consume en este país, pero que, como tienen tanto poder, salen finalmente a flote al poco tiempo y vienen, como bombas, a caer en nuestras angustiadas manos para poner en ellas el pan y la sal, la vida y la muerte, el amor y el desengaño y este mensaje en clave que una vez encontré en una vieja botella:

¡Los pingüinos, al polo!

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