Primera persona del singular

Reseña del libro “Primera persona del singular”, de Haruki Murakami

Primera persona del singular

Está claro que ningún escritor (bueno, ni escritor ni nadie) puede nunca gustar a todo el mundo. Pero creo que todos estamos de acuerdo si decimos que con Murakami esta confrontación de defensores y contrarios es un poco mayor, ¿no? Quizá lo mejor aquí sea poner como respuesta a ello unas palabras que se encuentran dentro de este libro, su novedad: «Como novelista, me asalta en ocasiones una sensación parecida y me entran ganas entonces de ofrecer mis disculpas a los lectores de todo el mundo: “Si desean cerveza rubia, deberán pedírsela a otro vendedor. Yo solo dispongo de negra”». A cuánta gente, ya sin ser novelista ni nada, habría ganas de decirle eso de «Yo solo dispongo de negra». Pero en esta ocasión lo encontramos dentro de un libro, que firma Haruki Murakami, que traduce Juan Francisco González Sánchez, que publica Tusquets y que lleva el título del último relato: Primera persona del singular.

Murakami nos presenta aquí ocho relatos, en los cuales se podría decir (aunque no es una gran sorpresa si ya conoces su obra) que predomina el aire musical, las referencias, las canciones, las sinfonías, la música. De ahí la ilustración de cubierta, claro. Que, por cierto, vuelve a ser de David de las Heras. En ellos, en los relatos, nos encontramos todo lo que compone el universo murakamiano: desde verlo a él mismo como narrador hasta que aparezca un mono que habla, bebe cerveza y masajea la espalda a uno de los personajes. Un tema a destacar aquí, que ya se puede ver en la faja, es el foco que pone Murakami en el amor juvenil como tema, ese amor que acaba moldeando los demás que vendrán, que empieza a moldear lo que será una vida. El amor del que nadie puede nunca escapar.

Y en ello nos encontramos con alguien recordando su primer amor de juventud con una compañera de trabajo aspirante a poeta y donde ya se nos empieza a introducir en la nebulosa de la memoria, en la distorsión del pensamiento, que predominará en todo el libro. O un joven que es invitado por una compañera a su recital y cuando llega al lugar indicado se da cuenta de que allí no hay nadie, de que ha sido timado y se vuelve con sus flores en las manos, se tumba en un banco de un parque y allí un viejo le cambia la vida. O alguien que nos ofrece el recuerdo de él de joven como aspirante a periodista musical cuando se inventa un disco de Charlie Parker (a Cortázar le hubiera gustado leer esto) y, por casualidades de la vida, él será encontrado por el disco inventado. O el relato que ilustra la cubierta del libro, en el que un joven se enamora de una chica del instituto que lleva entre los brazos un vinilo de ‘With the Beatles’ y esa imagen, y los Beatles («parte decorativa de nuestras vidas, como el papel de pared de nuestros hogares»), moldeará su vida y sus relaciones futuras. Pero también nos encontramos de pronto que el narrador es el propio Murakami y nos cuenta su relación con el béisbol, pero también con su familia, con la poesía, con la vida (su particular vida) en general. Y pasamos a Schumann, que envuelve todo un relato de dos personajes, hombre y mujer (mujer fea, muy fea, que empuja al narrador a crear una teoría sobre la fealdad), que se conocen y mantienen una relación estrecha (de pura y simple amistad: «vaya dos melómanos pirados se han juntado») donde solo se habla y se escucha ‘Carnaval’, hasta que él descubre lo que en realidad ha sido y es ella y la memoria lo lleva a un flechazo de juventud. Y llega el que para mí es el más Murakami de todos, mi favorito, donde nos encontramos a un hombre que llega a un pequeño y solitario hostal termal y mientras está solo en los baños aparece un mono que trabaja allí y con el cual empieza a mantener una conversación cordial, hasta el punto de acabar en la habitación tomando cerveza juntos y oyendo al mono confesar que sabe robar los nombres de las mujeres que le gustan. ¿Ese mono existe de verdad? Lo mismo se preguntará al día siguiente el protagonista. Y acabamos, como decía, con el relato que da título al libro, quizá el más metafórico de todos. En él tenemos a un hombre que se pone trajes a escondidas y un día decide irse a tomar algo con el traje puesto. En la coctelería a la que va, una mujer se le acerca y le reprocha que no la reconozca. Él no cae o no quiere caer, porque claro, quizá ella es él mismo, quizá ella sea el reflejo de algo que no debió hacer, que no recuerda o que no quiere recordar. Y acaba yéndose.

Como nosotros, que acabamos cerrando un libro de Murakami y necesitamos ese rato (a veces días, a veces siempre) de sentir que lo que has leído sigue dentro, que, como un rizoma, se va expandiendo dentro tuyo y conecta con lo que leíste antes de él. Y así siempre, hasta que se acabe. Ojalá dure mucho tiempo más, ojalá no acabase nunca.

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