Refugio

Reseña del cómic “Refugio”, de José Fonollosa

Refugio

Perros. Perros. Perros y más perros. Si os gustan los animales en general, y estos peludos en particular, ésta es vuestra lectura. Pero quizá os sea más necesaria si no. Indispensable, diría yo. El caso es que yo quiero perretes a mi lado. En mi regazo. En mi vida. No la concibo sin ellos. Llamadme animalista, o “perrista”. Lo consideraré un elogio. Desde el día que me encontré una chucha vieja abandonada en el campo y decidí llevármela a mi casa (hasta que la encuentre un hogar, pensé, iluso de mí, sin caer en que ya lo había encontrado), mi vida cambió. Y más cuando, al morir ella, decidí llevar sus cosas a una protectora. Fue entrar en aquel caos y decidir hacerme, al igual que el autor del cómic, José Fonollosa, voluntario. En ese lugar, igual que él y que sus inquilinos cuadrúpedos, esos “sacos peludos de amor”, como los llama, encontré Refugio. De los sinsabores y la prisa de la vida, de los problemas que nos hunden y en realidad no son tales, del ruido, de la soledad, del amor, del bendito/maldito curro. Como el autor explica en Refugio, el trabajo que se hace allí no luce ―limpiar cacas, cheniles, camas, desinfectar heridas, contar pastillas y llenar cuencos,…― pero llena. Por dentro. Sobre todo cuando tienes un momento libre entre fregado y barrido, y te achuchas a uno de ellos. O haces lucha libre con otro (uno grande, a poder ser de esos que incluyen en las mal llamadas “razas peligrosas” aquellos que no han estado a menos de un par de metros de uno, y que acarrean la nefasta fama que corresponde casi siempre a sus negligentes dueños) encima de un colchón mugriento. Eso es terapia, y no el mindfullness. Para ellos y para ti. Y es impagable. Te hace mejor persona, no hay otra: aprendes a ser tranquilo para que una docena de perrors nerviosos no lo sean aún más al verte; a llenar cuencos de comida con esos mismos animales gruñendo, saltando, tocándote; más responsable, porque la salud de los que tienen achaques o enfermedades (muchos de ellos, desgraciadamente) depende de que la dosis que pones en un trozo de algo rico sea la correcta. Te haces más humano, al tiempo que admiras de ellos la facultad de preocuparse del aquí y el ahora, de llevar con dignidad la soledad que queda cuando los voluntarios se van, la aceptación de volver al chenil, la capacidad de expresarte su amor sin palabras, aunque sí con sonrisas (porque los perros sonríen, quien tiene uno lo sabe).

En mi caso, mi refugio, mi protectora, cerró (la burocracia, la política y las personas, cómo no, se la llevaron por delante), pero conservo de ella un millón de recuerdos y un puñado de amigos. Buenos amigos, de los mejores. Pensaba que no debía ser del todo maleja la gente que emplea su tiempo en el voluntariado, en este en especial, y no me equivocaba.

Pero el Refugio de José Fonollosa me ha devuelto a aquellos tiempos. Porque Refugio es una mirada a todos los refugios. Es todos los refugios. Y sus habitantes, los perros, son todos los perros. Su manera geométrica de dibujarlos, con esas ranuras verticales por ojos, no los hace menos perros. No sé cómo, pero logra darles, aparte de la distinción obvia de raza, calidez. Cercanía. Y utilizando esa manera casi metaliteraria de ser él, el propio autor y guionista, quien narra como protagonista del cómic ―o secundario fundamental― la historia, compartiendo con nosotros los porqués de meterse en el berenjenal de hacer este cómic, de compartir sus experiencias y lanzar sus mensajes y consejos, al estilo de Art Spiegelman en Maus, nos llega más. Nos toca más. Todo desde un humor blanco, de una ironía fina, recordándome un poco (también por el parecido en los trazos, sobre todo el de los personajes no perrunos), al Tato de Albert Monteys, famoso personaje que publicara en la revista El jueves.

Y esta mirada, esta visita a Refugio, debería ser obligatoria en los colegios. Y para escépticos, descreídos y cínicos de la vida. Para que, desde la belleza de sus imágenes y la sencilla pero elocuente didáctica de sus mensajes ―que van desde indicaciones acerca de cómo acoger, adoptar o informar de un abandono, de las formas de ayudar de que disponemos, de la manera de funcionar de una protectora o unas reglas básicas para minimizar el abandono―, que reivindican pero sin entrar en temas escabrosos, aprendiéramos a relativizar nuestro papel, nuestra actitud vital, nuestro pensamiento a veces (demasiadas) egocéntrico. Antropocéntrico.

Una última reflexión para acabar, donde recojo las propias que el autor hace en distintos momentos del cómic, y que comparto totalmente: un refugio, por ímprobo que sea el trabajo de sus voluntarios y buenas que sean las instalaciones, no es el lugar indicado para los peludos. Porque aunque una jaula sea del tamaño del universo, que decía un santo, seguirá siendo una jaula. Un refugio es un parche para el gravísimo problema del abandono que hay en este país. Un refugio es la última solución. Un perro se merece un hogar, y amor, y no cadenas y jaulas, por largas que sean aquellas ni espaciosas que sean estas. Así que probad el voluntariado. Acoged. Y por supuesto, adoptad y no compréis. Son gestos sencillos con los que haréis felices (y mejores) a dos criaturas a la vez.

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