Reseña del libro “Velocidad mínima”, de Paco Bezerra
Hasta ahora, con el teatro me solía pasar como con la política (por no ponerme a hablar a estas horas de las cosas del corazón, las mujeres, los hombres –y viceversa): siempre me acababan despistando tantas (y, al menos en cuanto a lo segundo, tan accesorias) aclaraciones. ¡Arggg…!¡Esas malditas explicaciones sobre quién entra y quién sale de escena en mitad de la tormenta, de las traiciones y de los actos de heroicidad! ¡Joder!
Al final uno se olvidaba del expolio (sigo hablando de política, sí) al que nos vienen sometiendo aquellos de igual forma que desconectaba, por ejemplo, de la incontrolable ambición de Lady Macbeth, de esos monólogos tan oscuros y nihilistas del Rey (que bien podrían valer un tatuaje), e irremediablemente se ponía a pensar en el hecho (no menos importante, entiéndaseme bien) de si ser tramoyista, apuntador o decorador (y ya ni le cuento bedel del Congreso de los Diputados) está suficientemente bien remunerado. Otras veces, sin más, contrariado y enfurecido a partes iguales, cerraba el puto libro y me iba directamente al bar a conjurar por mi cuenta a las “hermanas fatídicas” de Shakespeare.
Porque, y hablando ya de lo que aquí nos concierne, Paco Bezerra esto lo tiene también muy claro: lo primero es siempre el texto. La historia. Lo literario. “El teatro, viene después”. Y yo, cuando leí esta frase en la portada de Velocidad Mínima, el libro que recoge quizás las once principales obras teatrales de uno de los dramaturgos (según los que saben de esto) más singulares e innovadores de nuestro país, sin duda uno de los más premiados, y que han publicado hace nada los amiguetes de La Uña Rota (por cierto, una fabulosa editorial independiente segoviana que apuesta, además, por el género lírico y por el teatro como nadie y que hace poco (¡cómo olvidarlo!) publicaron al gran Wajdi Mouawad, que nosotros reseñamos con pasión por aquí), pues digo que, tras leer esta frase, ya no lo dudé ni un segundo. Cerré Instagram y me fui corriendo a la librería de Pedro porque, aunque llegaba la primavera y podía ser alergia, en la nariz me daba que aquí había ficción contemporánea patria de la buena, pensada para la representación, por supuesto, pero hecha, de entrada, para leerla sin respirar y sin distracciones.
Velocidad mínima contiene once historias sorprendentes y modernas al servicio de la representación teatral pero sin apenas andamios, y que se leen como puros relatos breves (¡lo que nos faltaba para gozarlo del todo!). Textos dramáticos cortos y sin decorados excesivos. Personajes inmersos en tremendos conflictos, pero puestos en escena sin necesidad de muchas bambalinas ni parafernalias excesivas. Humanidad al desnudo y, sobre todo, ideas nucleares potentes sobre nuestro demente y violento mundo de hoy en día. Ágiles y emocionantes diálogos. Inteligentes parodias y sátiras refrescantes. Incluso, buena fantasía controlada.
Paco Bezerra nos ofrece, por tanto, la tragedia y la comedia más clásica cocinada con imaginación, sencillez y minimalismo contemporáneo, y el resultado es, posiblemente, el teatro del siglo XXI.
El libro, además, contiene un prólogo de casi cincuenta páginas escrito por el propio Bezerra que nos sirve para conocer mejor a este interesante dramaturgo antes de acometer su obra, y acercarnos así, con una base firme, a su singular proceso creativo. Un recorrido cronológico desde 2003 hasta la actualidad que nos prepara para descubrir su teatro y sus particulares ideas acerca del sexo, el racismo, la violencia o el ciberacoso, entre otras.
Pero, sobre todo, Velocidad mínima es un libro pensado para hacerle a usted disfrutar de una experiencia literaria diferente, para ofrecerle buen teatro desde otra perspectiva.
Porque, como dice la cita de Thomas Bernhard que Bezarra incluye en el prólogo, “el verdadero autor dramático no precisa de acotaciones y todo aquel que las utiliza no es un buen dramaturgo”.
Y Paco Bezarra lo es.
Y Thomas Bernhard es dios.
Y lo mío sí que es puro teatro.