Y entonces volaron, de Juan Laborda Barceló

Es posible que Juan Laborda Barceló haya elegido una de las formas más difíciles de contar una historia, a través de recuerdos ficcionados de diferentes etapas que, salvo excepciones, no tienen en común más de lo que tendrían en la vida real los recuerdos de una persona. Es difícil porque para hacer literariamente interesante la narración de un recuerdo se requiere de un gran talento, pero para hacer lo propio con una colección de ellos es preciso, además, un gran oficio. Se precisa un hilo conductor de una fortaleza equiparable al que utilizó Wendy para coserle la sombra a su amigo verde y de un criterio a prueba de bombas para dotar al conjunto de coherencia. Afortunadamente, el autor suma todas esas condiciones al coraje necesario para enfrentar una tarea complicada y no solo sale indemne, sino que lo resuelve con brillantez y nos regala un texto tan apasionante como interesante. Solo puedo imaginar lo satisfactorio que debe ser para él ver volar esta particular obra, sus recuerdos, sus reflexiones. 

Debe ser cierto que la verdad que importa es la de la emoción, porque aunque Y entonces volaron se base en una serie de recuerdos de apariencia autobiográfica, es la sinceridad de la emoción más que la fidelidad a los hechos lo que dota al texto de la honestidad y  el sentimiento necesarios para que funcione. Tiene este libro esa magia que tienen los textos que el autor no sólo ha escrito, sino que ha vivido.

Y tan es así que resulta difícil que no encuentre el lector algún punto de anclaje en sus páginas, algo con lo que sentirse identificado. En mi caso hay muchos, algunos de los escenarios son mi casa, como Ciudad Universitaria, pero en esto voy a tener que repetirme porque la identificación que logra el lector no es tan primaria y evidente como la geográfica, tiene más que ver con la emoción, con revivir situaciones que uno ha vivido aunque sea en otro tiempo y en otro lugar.

Permítanme que empiece por hablarles de algo que es anecdótico, pero que para mí ha ejercido de Magdalena de Proust de forma implacable. Juan Laborda es un gran cinéfilo y en sus obras hay una gran cantidad de referencias a películas de todo tipo, tanto es así que uno no puede evitar sentir cierta admiración por él y por eso me causa cierto sonrojo referirme a la que probablemente sea la peor película que ha citado no ya en su obra, sino en toda su vida, pero me resulta inevitable. Cuenta que vio en un cine de verano una película, El luchador manco, que yo también vi en unas vacaciones, aunque en mi caso nos reunimos una pandilla a verla en vídeo, muy probablemente beta, y aunque a día de hoy deba reconocer que como película es infame, como recuerdo es magnífica porque explica esa emoción colectiva de aquellos veranos de niño asilvestrado, de aire libre y bicicleta, aquella adolescencia que abría los ojos como platos cuando aquella malvada de cardado imposible de la serie V abría la boca para comerse un ratón o que lloraba cuando se moría Chanquete, aunque yo nunca fui muy de Verano azul. Puede que sea una simple anécdota, la menos relevante del libro, pero aun así tengo para mí que explica la cultura de aquella España de videoclub de forma tan eficaz que puede que incluso las generaciones de plataformas de streaming lleguen a comprenderla. O tal vez no. En cualquier caso le agradezco a  Y entonces volaron que me haya devuelto por un momento aquellos tiempos tan inolvidables como olvidados.

Viaja el autor por sus recuerdos o por las ficciones que estos alimentan de forma que consigue establecer una relación íntima con el lector, y no solo porque le haga revivir sus propias experiencias vitales, sino porque algunas incluso las entiende. La ficción logra lo que ni el tiempo ni la experiencia consiguen. Uno se da cuenta, algo que es más fácil de ver ahora con ojos de padre, de hasta qué punto relativizábamos los peligros, de que hubo momentos en que nos jugamos la vida, la nuestra o la ajena, caprichosamente, y aun así los recuerda con cariño. Uno rememora la confusión de muchas etapas de la vida, rescata la ilusión que sintió ante proyectos no realizados o disfruta de las recompensas que le proporcionaron aquellos que se materializaron de una forma distinta a la prevista. La intensidad de la amistad, las experiencias inolvidables (en su caso se nota que lo fue la ruta Quetzal), el descubrimiento no siempre agradable del amor, del sexo, de la vida adulta, el hallazgo de los tesoros familiares. No pretendo que suene oportunista pero creo que Y entonces volaron es un libro magnífico para leer en momentos como este en los que tenemos la vida patas arriba, porque de alguna manera nos lleva de vuelta a esa normalidad que sí que lo es de verdad porque nos muestra cómo la conquistamos. Porque no fue fácil.

Son muchas las experiencias y los escenarios que comparte Juan Laborda con nosotros, pero además de las vivencias de juventud, de la emocionante, sentida y hermosa declaración de amor a la docencia o de las historias más literarias como la del Cid pescador, me permito destacar para finalizar una novela soñada, que no escrita, a la que se hace referencia en Y entonces volaron. Los lectores no tenemos remedio y que un autor nos cuente el argumento de una novela nos hace disfrutar de ella, que no esté escrita es un inconveniente, desde luego, pero no insalvable porque no sólo nos caracterizamos por leer, sino por imaginar. Así que les puedo adelantar que van a vivir una experiencia original, van a disfrutar de un dos por uno, una novela escrita y otra no escrita. Aunque el verdadero dos por uno no es tanto ése sino el que conforman el libro y el viaje guiado por el universo creativo y personal del autor. Todo un lujo.

Andrés Barrero
@abarreror
contacto@andresbarrero.es

Deja un comentario