Ella que llegó a ser el Sol

Reseña del libro “Ella que llegó a ser el Sol”, de Shelley Parker-Chan

Ella que llegó a ser el Sol

Hoy nos ocupa “Ella que llegó a ser el Sol”, de la escritora asiático-australiana Shelley Parker-Chan. Esta novela es una distopía épica en la que la autora reimagina la historia de China a través de uno de los acontecimientos culminantes de la misma: el ascenso del emperador fundador de la dinastía Ming.

La protagonista es una niña que vive junto a su familia en una tierra yerma, marcada por una perenne sequía y por el hambre. Su destino, vaticinado por un vidente de la aldea, y remarcado por los mismos aldeanos, que, puestos a elegir entre niños y niñas, priman la supervivencia de los primeros, es tan desolador como el de la tierra y la moral que la rodea: la nada; por contra, el de su hermano, Zhu Chongba, es la gloria. Sin embargo, ella no se conformará con este destino, y como último y desesperado recurso para sobrevivir, usurpará el de su hermano, volviéndose él. Este momento de la novela, catártico —el de la muerte literal de su hermano y el renacimiento, tan figurado para cualquiera como literal para ella—, despertará en la niña, aparte de una especial visión del mundo de los espíritus, un fuego inextinguible. “Vive tu vida como si tu cabeza estuviera en llamas”, que decía Buda, se convertirá en un mantra para ella.

Acompañaremos a Zhun Chongba, a ella, siguiendo la fina hebra roja de ese destino que ha tomado, hasta su entrada y sus vivencias en un monasterio, que me han recordado a las del Kvothe de Patrick Rothfuss en “El nombre del viento”, en este caso en la universidad, y en el segundo de los libros de su saga, “El temor de un hombre sabio”, cuando va a estudiar el Lethani, ese arte marcial y vital, con los Adem, tan monacales ellos. Sin embargo, Zhu, a diferencia del personaje de Rothfuss, me ha parecido menos sarcástico —mal amigo del humor es la desesperación—, con menos ligereza a la hora de evaluar sus pensamientos y sus actos, y sí más descarnado, más predispuesto a matar o morir por la supervivencia, como el Plop de Rafael Pinedo, y, al mismo tiempo, más reflexivo; una verdadera encarnación del yin y el yan, o, en realidad, de todos los matices intermedios entre ellos, porque Zhu y el resto de potentes personajes que la acompañan, son, como los personajes de George R. R. Martin de “Canción de hielo y fuego” —y como somos todos en realidad—, una muestra de grises, de matices.

En el segundo tercio de la novela, dejaremos un momento a Zhu y la vista del narrador omnisciente pondrá el foco en otros de estos personajes potentes de la novela: Ouyang, el general eunuco del ejército del príncipe Esen, perteneciente a la dinastía mongol que gobernó china desde los tiempos de la invasión de Kublai Khan. Ellos se enfrentarán a los rebeldes Turbantes Rojos, a los cuales se unirá Zhu tras la destrucción del monasterio por parte del eunuco, aferrada a la vida por la determinación de su espíritu, que la llevará a ir ascendiendo en medio de las luchas intestinas por el poder, y a entrecruzar el hilo de su destino con el del Príncipe de la luz, el niño-dios símbolo del poder divino, y, sobre todo, con el del citado Ouyang: Zhu y él son caras de la misma moneda, destinos cruzados, imágenes especulares. Aquel, un hombre emasculado con la belleza de una mujer y la venganza por destino; esta, una mujer con el nombre y el destino de un hombre que al, final, deberá aprender de nuevo a ser mujer bajo los ojos amantes de otra.

Por esos, sus destinos tratan tan obcecadamente de unirlos: porque los iguales se atraen.

En resumen, nos encontramos aquí con algo más (bastante más) que una simple novela de fantasía épica. “Ella que llegó a ser el Sol” es una epopeya desgarradora, visceral, que nos sumerge en la violencia inherente al ser humano, en sus pasiones, en la lucha contra el destino impuesto, en los traumas y los fantasmas que nos acompañan desde la niñez a la tumba. Pero lo hace con una sensibilidad tal, con esa filosofía oriental que embebe toda la novela, al estilo de Lao-Tse, que logra hacerla desgarradora, que no cruel; reflexiva, que no tediosa. Un verdadero descubrimiento.

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