Enoch Soames, de Max Beerbohm

Enoch SoamesEl nombre de Max Beerbohm no le dice gran cosa al común de los mortales. Eso es lo que pasa con los escritores que no escriben novelas, no se suicidan y no tienen la letra k en el apellido. Que nadie se fija en ellos. Y sin embargo, nuestro Beerbohm, escritor, caricaturista y dandy poco dado al escándalo, es el autor de una de esas avis por fortuna no tan raras: un relato perfecto.

De hecho, si hemos de juzgar por la otra obra que servidor conoce de este autor, a saber, El farsante feliz, otro extraordinario relato donde ni sobra ni falta nada, uno podría pensar que alcanzar la perfección es pan comido. Pero es que la perfección de Enoch Soames va más allá de una estructura perfecta (que la tiene) y una precisión pasmosa (que también). Al fin y al cabo, perfecto puede ser también un huevo frito o un peinado. Enoch Soames, por su parte, es de una perfección grandiosa, y lo es porque en apenas setenta páginas nos habla de las grandes cuestiones de la literatura, y por ende, de la vida, y lo hace de una forma amena, irreverente, original y divertida que, imagino, hizo las delicias de Borges. ¿Quién da más?

Nos cuenta el narrador, un autor de relativo éxito llamado Max Beerbohm, cómo hace muchos años conoció a un curioso aspirante a poeta maldito, de esos de sombrero y capa, llamado Enoch Soames. Soames, que hoy sería un patológico tuitero que autopublicaría sus aforismos con frenesí, se deja ver por todo aquel que lo pueda inmortalizar, como por ejemplo el retratista más influyente de la época, quien no le hace ni caso porque, según sus palabras, nuestro héroe “no existe”.

Soames se define como satánico católico, vive de la renta familiar y puede dedicar su tiempo a pergeñar obras de las que se venderán tres ejemplares, y a hacer gala de su arrogancia como vía hacia la fama. Desprecia a los poetas malditos como Baudelaire o Verlaine, o a románticos como Shelley o Keats, y sólo siente admiración por Milton, que fue quien lo convirtió al satanismo. Y en fin, tanto va el cántaro a la fuente que finalmente, cuando se encuentra con el narrador en un tugurio del Soho londinense, Soames recibe por fin la visita de un tipo “alto, ostentoso y casi mefistofélico” que se presenta como el Diablo. Como es su costumbre, el príncipe de las tinieblas le va a hacer a nuestro antihéroe una oferta que este no podrá rechazar, porque apunta nada menos que a su vanidad.

Estamos, pues, ante una recreación absolutamente original del mito de Fausto, en la que Max Beerbohm, al tiempo que traza un retrato sutilmente vitriólico del mundillo literario y sus miserias, nos pregunta qué da valor a una obra literaria y nos ofrece un exquisito juego entre realidad y ficción. Parece mentira, en fin, que un relato tan divertido e imaginativo que podría ser el episodio estrella de la serie más rompedora de Netflix, fuera escrito hace más de cien años. Una pequeña gran maravilla.

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