La niña de las paredes

Reseña del libro “La niña de las paredes” de A. J. Gnuse

La niña de las paredes

«Por la carretera, cada casa se ve como un rostro borroso. Sus fachadas gritan con un destello de ladrillo, de color o de un revestimiento pálido una tras otra. Las ventanas son como ojos. Todos se acercan para rozar un lado de la cara».

¿Están vivas las casas? ¿Permean en ellas nuestros efluvios, reverberan nuestras voces, calan nuestros pensamientos en sus muros cerrados cuando nos hemos ido? ¿Recuerdan?

¿Nos recuerdan?

La literatura sobre casas encantadas es numerosísima. Pero no vamos a encontrar en la magnífica novela que hoy nos ocupa, La niña de las paredes, de A. J. Gnuse, presencias paranormales o fantasmas, salvo los que suponen los propios recuerdos. No me trae, por tanto, ecos de clásicos que marcaron mi afición a este recurrente tema de la literatura de terror como La caída de la casa Usher, de Poe, La casa infernal, de Richard Matheson o La maldición de Hill House, de Shirley Jackson. Sí me los trae de una obra reciente, Carcoma, de Layla Martínez, una excepcional novela corta ambientada en una casa familiar, mudo vientre, celda y espectador omnisciente de una historia oscura de sórdida sororidad protagonizada por tres generaciones de mujeres.

Pero a lo que realmente me ha retrotraído esta novela no es a un libro, sino a una película: “El habitante incierto”, de Guillem Morales, nominada a mejor dirección en los Goya 2005. Juega con las mismas dudas que van a constreñir a los habitantes de la casa en la novela: hay ruidos extraños, pequeños rastros, comida que desaparece, objetos que se mueven… Idénticas señales a las que comparte el inolvidable Juan Pablo Castel de la novela El túnel, de Ernesto Sábato: «me ha sucedido a veces darme la vuelta de pronto con la sensación de que me espiaban, no encontrar a nadie y sin embargo sentir que la soledad que me rodeaba era reciente, que algo fugaz había desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el ambiente». Entonces… ¿alguien ha entrado en tu casa y vive allí a escondidas de ti, a expensas de ti, o son tus miedos, tus inseguridades, tu propia soledad la que se manifiesta?

¿Puede ser, incluso, que sea la propia casa, su esencia, la que se ha materializado de alguna inefable manera?

En el fondo, da igual. Lo importante… es que no estás solo. No del todo. Nunca del todo. Y con esta intrigante premisa comienza La niña de las paredes. Los protagonistas principales son dos, pero están unidos, imbricados: una niña llamada Elise vive escondida en las paredes de la casa. No todo el tiempo, claro. Sale cuando los demás duermen. El otro es la propia casa. En la novela, la casa tiene su propia personalidad. Una sinergia de personalidades producto de las familias que la han habitado a lo largo de los años y que han tratado de hacerla suya a través de sucesivas reformas, fracasando en el intento. La casa es suya. De la niña y de ella misma. Son ellas. Son ella. Porque nadie la ha conocido jamás como la propia niña. Íntimamente. De los cimientos al tejado; de su armazón a sus huecos. Sabe cuándo exhala el aliento al enfriarse por las noches, los rincones solitarios y los caldeados por el sol, los escalones que se quejan al poner el pie sobre ellos y los que no. La niña es una extensión de la casa. ¿Solo eso?

Como lectores, sospechamos al principio que es imposible que una niña pueda vivir así, escondida como una alimaña. ¿De verdad está escondida? ¿O es, al estilo de “Los otros”, un fantasma, una reminiscencia, un recuerdo? El propio personaje afirma en la novela ser ambas cosas. Yo añado que… ¿no lo somos un poco todos?

Pero, en el transcurrir de la novela, entendemos que ella es real, que está ahí, guarecida en el esqueleto de la casa. Pero nos cuesta entender sus razones. Entendemos primero que lo hace como manera de escapar, de aislarse, de construir un nuevo mundo. Su mundo. Así pasa y contempla la vida, desde esta perspectiva particular, porque ella, antes incluso de mudarse a los huecos que existen entre los cimientos, a las sombras detrás de los sillones y a los altillos, ya era una niña peculiar. Solitaria. Observadora. Pero debe haber alguna razón de más peso. Y más adelante, el autor nos la expondrá: porque esa casa no es una cualquiera. Es la antigua casa donde pasó la infancia con sus padres. Y sus padres ya no están. Solo queda la casa. Sus recuerdos.

La casa es el único lugar que aún contiene a sus padres.

Pero ellas dos no están solas. Una nueva familia vive ahora allí, los Mason. Pero no cuentan. No se dan cuenta de ella. ¿O sí? Quizás el pequeño de la familia, Eddie, otro “rarito”, otro niño especial como ella, personaje que empezará a tomar importancia a partir del primer tercio de la novela. Aunque sus circunstancias sean muy distintas, sus sentimientos y sensaciones nos resultaran muy parecidos a veces a los de Elise. Quizás por ello sí que ya haya sido capaz de atisbarla por el rabillo del ojo, sí que haya captado la nube de polvo al pasar, el aire cálido donde yació. Pero no podrá aceptarlo. ¿Qué niño podría aceptar esa presencia invisible en el seguro refugio de su cuarto, con el miedo a ser observado por las rendijas? No puede ser alguien vivo, se dirá. ¿Entonces? ¿Un fantasma? ¿Un producto de su imaginación?

Pero en ella, Elise, la que vive del sigilo y las sombras, nacerá el deseo de ser escuchada. De ser sentida, para ella misma ser. Porque parte de la sensación de estar vivo —la mayor parte, diría yo— comprende que alguien te mire. Verte reflejado en sus ojos. Y, como haciendo realidad a sus deseos, aparecerá un nuevo personaje, Brody, otro niño perdido como ella, al que le gusta colarse en las casas ajenas. Él será, sin proponérselo, el desencadenante de que otro personaje irrumpa en la novela. Un adulto que tratará de sacarla a la fuerza de la casa. Un hombre obsesivo que sintió la presencia de pequeño de otro como Elise vigilando su infancia, compartiendo invisible los espacios, haciéndolo sentir, paradójicamente, más solitario. Porque cuando lo cuente, nadie le creerá. Esto lo enajenará, y encontrar estas presencias colindantes a nosotros se convertirá en su leit motiv. En un momento de la novela, se le describe tal que así: «era un niño pequeño que creía y ahora es un hombre que no puede parar». Me quedo con esto.

¿Logrará sacarla de las paredes, arrancarle de su vida, de sus recuerdos? ¿O logrará permanecer en ella? Esto lo dejo para descubrimiento y goce del lector. Solo decirles que La niña de las paredes es una novela que te engancha desde el primer momento, con unos personajes —sobre todo el de la niña— que de tan bien construido, de tan bien expresadas sus vicisitudes y miedos, se vuelve real (quizás el único pero que pondría, si se pude poner alguno, es que, a veces, actúa y se expresa de una manera demasiado adulta); con una prosa sencilla pero hermosa, profunda, con mucha sensibilidad, una sensibilidad cuasi femenina (y que me ahorquen por micromachista).

Dejo, a modo de conclusión, dos pensamientos que la novela, como si fuera una fábula con moraleja, y que tienen que ver muy mucho con lo anterior, introduce hacia el final. Uno es que las cosas que guardamos en una casa son grilletes, que esas cosas no son las que nos hacen felices. Que no conforman un hogar.

La otra es que nadie se marcha nunca del todo.

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