La mano que cura

Reseña del libro “La mano que cura”, de Lina María Parra Ochoa

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Qué pocas veces se encuentran libros como este. La mano que cura, de la escritora colombiana Lina María Parra Ochoa, es una fábula, un cuento moderno pero que entronca con lo antiguo, con la cultura popular, con el folclore, con las más atávicas creencias. Con las conciencias.

Un cuento, decía. Y así es. Pero uno oscuro, del estilo de los primigenios que recopilaron de antiquísimas narraciones orales locos soñadores como Perrault, o que pergeñaron de manera original gente tan brillante como Hans Christian Andersen, y que más tarde los tiempos ―o incluso los afamadísimos Hermanos Grimm― se encargaron de blanquear y edulcorar, tal como sucede hoy día, aunque los motivos sean bien distintos.

La mano que cura comienza con la pérdida del cabeza de familia. En el consiguiente duelo, algo se quiebra en la realidad ( y se abre en el interior al mismo tiempo) de las protagonistas, su mujer y sus dos hijas. Aparecen moscas como negros augurios, como psicopompos persistentes; al poco mueren todas las plantas de la casa. Hasta aquí, el lector podría pensar en las fases de la típica posesión que enumera Sara Gran en su Acércate. Pero lo que aquí se cuenta no es algo tan obvio, tan evidente. Tan externo. Aquí, algo que ya poseían quiere habitarlas de nuevo. Sí. La pena, las moscas, las plantas marchitas no eran más que preludios. Porque entonces llega la sombra. Una presencia umbrosa, densa, que empieza a acecharlas. La empiezan a percibir por el rabillo del ojo, que es como se ven las cosas que no están. Porque, como dice la madre, “hay cosas que una sabe que están aunque no se las ve, y otras que una ve aunque sabe que no están”.

¿Se trata del padre fallecido, que trata de aferrarse a la vida, de alguna entidad de algún tipo, o por el contrario nos encontramos frente a ese arquetipo jungiano de la sombra, ese aspecto reprimido e inconsciente de las personas, una materialización de la soledad de esas tres mujeres, de su dolor, de su sentimiento de culpa, y que ellas invocan sin querer ni saber?

Dilucidar esto será importante para ellas, pero no es el leit motiv para el lector ni de la novela. Ni siquiera lo es (aunque está íntimamente relacionado) con mostrar los sentimientos opresivos, las oscuras tensiones y querencias intrafamiliares o la compleja sororidad de las protagonistas, como ocurre en la brillante Carcoma, de Layla Martínez, y que empareja ambas novelas. No. Reside en mostrar la aparición de los poderes, unos poderes imbricados con lo femenino, atávicos, chamánicos, que en un momento de la novela empezarán a despertar en la hija mayor, Lina, y que su madre, Soledad, ayudada de una maestra (que será el nexo entre madre e hija, pasado y futuro), ya vivió. Sus recuerdos los irá desgranado la autora en forma de oportunas analepsis, intercalando pasado y futuro como si fueran la misma cosa. Y quizás sea la única y necesaria forma de narrar sus historias, dado que, para los poderes, “todo lo que va a ser ya fue”.

Lina María Parra Ochoa logra sumergirnos desde el primer instante en la narración, y lo hace con una prosa sencilla pero envolvente, cálida, cercana ―caribeña, me atrevería a tildar―, despojada de artificios, pero por momentos onírica. También inocente, por más que toque temas oscuros. Es imposible no ver ecos de su hipnótica prosa y de su temática en Mariana Enríquez y su Nuestra parte de noche, de la que ésta novela podría servir de preludio o anexo, por más que tenga una vida y una originalidad más que propias. O recordar Canto yo y la montaña baila, de Irene Solà Sàez, por esa capacidad y querencia que ambas muestran para sentir la naturaleza, para ser naturaleza, y porque, cuando las mujeres lucen sus poderes, “las cosas bailan y se agitan”. Incluso me atrevería a mencionar La historia de Lisey, de Stephen King, dado que en ambas los varones son protagonistas en su ausencia, o en los recuerdos, y las mujeres (hermanas, madres,…) llevan el verdadero protagonismo, el que les ha tocado acarrear siempre: el esforzado, el impuesto, el de las cargas y los deberes, el de los silencios prolongados y las miradas acusadoras, el de las ausencias y el luto.

En definitiva, una novela intensa, íntima, pero que va de lo interior a lo universal. Y con un final de cuento. De cuento primigenio. Brutal, hermosísimo y mágico pero, sobre todo, oscuro. Tanto, como la negrura de una mirada que no acaba. Como no podría ser de otro modo.

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