Sasha y Volodia

Reseña del libro “Sasha y Volodia”, de Mijaíl Shishkin

Shasha y Volodia

La novela que hoy nos ocupa, Sasha y Volodia, de Mijaíl Shishkin, es epistolar. Las cartas entre sus protagonistas vertebran la historia de sus dos protagonistas, y, al principio, dan una sensación de algo hermosos pero inconexo, insustancial. Entonces te das cuenta de que estás releyendo fragmentos de la mismas una y otra vez. Lo aparentemente insustancial ha calado, ha cogido una hondura metafísica, trascendental. Quizá porque, como afirma uno de los protagonistas, lo transitorio sólo se vuelve consciente cuando transcurre a través de las palabras. De ciertas palabras escogidas con rigor y mimo, diría yo. Como las que utiliza con maestría el autor. Son como un resplandor reflejado. Y las palabras de esta novela dejan pasar la luz.

Pero volvamos a las cartas, el entramado de Sasha y Volodia. Decía que, con el paso de las mismas, éstas se van volviendo más profundas, más evocadoras. Tiendes, como lector, a comparar instintivamente los recuerdos que plasman en ellas los personajes con los tuyos, sean estos de juventud, recientes o los más lejanos y que el tiempo ha emborronado.

Recuerdos, los de ella, llenos de luz, de infancia y del despertar como mujer, de cuentos narrados por un padre, de vacaciones, ideales y pensamientos íntimos y mágicos, de reflexiones domésticas llenas de candor e imaginación; los de él, plagados de instrucción, de pérdida, de guerra, de tareas mundanas, de marchas, sufrimiento, heridas del cuerpo y del alma y estancias en pueblos devastados. Pero hasta estos recuerdos de él se empapan de ingenuidad y niñez, se inflaman de amor y bondad cuando piensa en ella.

Pero a ambos les sucede algo en la narración, que se plasma en sus cartas: crecen. Maduran de la mano, arrastrados por el paso inexorable del tiempo. Da la sensación de que es una madurez obligada, impuesta. Separados, se agostan, se enquistan. Porque la vida y sus vicisitudes los zarandea, los atraviesa y hiere, como sucede tantas veces. La guerra, la de bombas que trocean la carne y la diaria, la de levantarse de madrugada porque el bebé llora, la de cuidar de una madre enferma, la de las infidelidades y las penurias económicas. La de los deseos insatisfechos.

Pero, por encima de todo, está el amor. Su amor, que trasciende el espacio y el tiempo, como ocurre en la novela En algún lugar del tiempo, de Richard Matheson, que tanto marcó mi necesidad adolescente de tener (y sufrir) por un amor platónico. Porque conforme transcurre la novela descubres que él, Volodia, combate en China, en la rebelión de los Bóxers de principios del siglo XX. Y ella, Sasha, vive en la Rusia de los años sesenta del pasado siglo. Para ellos, como para Hamlet, se ha desajustado la unión del tiempo. Su amor lo ha hecho posible.

Y también trasciende la muerte. Porque Volodia morirá allí, a comienzos de esa guerra, pero sus cartas, sus palabras, seguirán llegando. Sólo las palabras justifican la existencia, dirán. La trasciende, apunto yo. Llevan a la inmortalidad.

Así, sobre el amor y la muerte, las dos cuestiones fundamentales sobre las que versa y pivota toda la literatura universal ―porque incluso las narraciones más vitalistas dejan entrever (entre líneas, como no podría ser de otro modo) que la vida sólo puede entenderse desde la perspectiva de la muerte―, gira también esta novela y las cartas que la conforman. Y, como sucede en estas, el ritmo a veces tiende a ser irregular, fruto de mezclar continuamente recuerdos y realidad o, más concretamente, la visión del presente que tiene cada uno, aparte de citas o fragmentos de libros o cuentos clásicos, muchos de ellos rusos, que el autor pone en boca de los protagonistas, sin que su uso por ellos desentone en el contexto. Además, el autor utiliza muy a menudo lo que Vila-Matas denomina, parafraseando a Proust, el fenómeno de memoria, un recurso literario por el cual el autor realiza una transición brusca en la narración merced a un objeto ―o un olor, un animal, un paisaje― que evoca un recuerdo en el protagonista y cambia su perspectiva y, con ella, la del lector.

Con todo, en Sasha y Volodia su autor demuestra un profundo conocimiento del lenguaje y de la intimidad humana, de sus miserias y anhelos, en el más puro estilo de maestros rusos de la literatura como Chéjov o Tólstoi, y acaba regalándonos un complejo mosaico, un artefacto literario tan potente y hermoso que, en nuestras manos, se acaba sintiendo como algo cálido y vivo.

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