El modelador de la historia

Reseña de “El modelador de la historia”, de J. Casri

El modelador de la historia

Avanzamos viajando de regreso. Esta frase, extraída del primer capítulo de la novela que hoy nos ocupa, El modelador de la historia, de J. Casri, es toda una declaración de intenciones. Porque pone de manifiesto la importancia que los recuerdos tienen en la historia que aquí se nos cuenta —meros ecos o destellos que nos quedan de los que nos sucedió y de los que nos antecedieron pero, a la vez, tan vitales, ¿no estamos acaso hechos de ellos?—, la confirmación de que vivir supone muchas veces tomar un camino que dejamos por explorar en el pasado; y porque, además, esta expresión denota el misterio que envuelve a esta novela y a su autor en sí. A la primera, porque juega (y nos hará jugar) con la máxima de ¿cuánta imaginación hay en los recuerdos?, que luego extrapola a ¿cuánta ficción hay en las historias? Y con respecto al segundo, al propio J. Casri, porque es un misterio en sí.

Una sucinta biografía del mismo en la solapa, apenas algo más de información en redes. Que escribe, afirma. Nos ha jodido mayo. Y que esta es su primera novela larga. No lo parece, ni por asomo. Si no hubiera sabido ese dato, habría supuesto que esta era una novela de madurez. Por su estilo, que demuestra un bagaje, tanto cultural como estilístico bárbaro, con un lenguaje riquísimo en las descripciones. Su prosa, intercalada con meditaciones y reflexiones, me ha recordado a la de Víctor Charneco, y he sentido esos ramalazos de cinismo inteligente de Rafael Chirbes. Madura y ambiciosa, por tanto. Profunda, con muchas capas. Vamos, en plata: tremendamente buena. Qué debut, por Dios. Qué envidia. J. Casri, seas quien seas, mi reino —aparte de por tomarme unas cañas contigo y hablar de lo ficticio y de lo humano— por haber tenido un debut así.

Con respecto a la novela, mucho que decir. Quizás su principal interés (y, a la vez, su principal propósito) sea hacer partícipe al lector de ella; no a la manera usual, que ya sabemos que una historia sin público no es más que una sucesión de palabras vacías, sino sumergiéndolo. Volviéndolo coautor y cómplice necesario. Esta manera enrevesada e inmersiva me ha recordado (de una manera necesaria, inevitable) a La caverna de las ideas, de mi idolatrado José Carlos Somoza. Allí, el traductor de un manuscrito antiguo empieza a encontrar en el mismo fragmentos de una vida que reconoce como propia y, al mismo tiempo, su realidad empieza a filtrarse en la que cuenta la historia, como si sus decisiones afectaran a la narración. En El modelador de la historia sucede algo parecido: sus protagonistas, los principales, son dos escritores, Daniel, que busca a un esquivo personaje, “el modelador de la historia”, que, como el mítico Argos, el vigilante de los cien ojos (y este apodo griego lo vuelve a relacionar de nuevo con la novela anterior), afirma ser capaz de transmutar la historia; de convertir la ficción en historia. Y la historia, en mayúsculas, la de todos, la pasada y la futura, no es más que una narración contada desde un (o unos) pocos de punto de vista, del de los poderosos, y, por tanto, sesgada, manipulada. El otro protagonista, entendemos, es el propio autor, que narra en primera persona la historia mientras la recuerda y, al mismo tiempo, la escribe y nos la cuenta a nosotros. Primer salto mortal. Aquí entroncaría con uno de los protagonistas de la última novela del ya mencionado Charneco, Apenas fractales, Andrés Voltanera, un escritor que enhebra las historias que escribe con la suya propia, ficcionando la realidad y viceversa. ¿Qué podemos esperar de un personaje cuyo nombre nunca sabemos —porque no hace falta, porque es el propio autor del libro, claro. ¿Claro? ¿Seguro?—, y que, en un momento del mismo, se define como nadie. Nadie, que en la Odisea de Homero —el dios, el primigenio contador de historias— engañó a Polifemo. Nadie, que, a su vez, es un personaje de mi última novela ya escrita pero aún no publicada. Doble tirabuzón con carpado hacia atrás.

Así, narradores y lectores pasamos a formar parte de lo narrado, de la misma historia. Porque… ¿qué es real? ¿Qué es falso? ¿Son reales todas las cosas que denominamos así?¿Puede una cosa ser a la vez, de una manera schrödingeriana, verdadera y falsa a la vez? ¿Dónde está el límite entre realidad y ficción en este mundo constituido por átomos y descrito por palabras, y quién —si existe alguien así— lo establece? Esta es la disyuntiva y el leitmotiv de la novela. Porque para un lector, una novela de ficción es real hasta que la termina, ergo la realidad es una argucia mental, un autoembuste, como el que ejercen nuestros sentidos sobre lo que tomamos como real, y que en realidad (toma redundancia) es una recreación holográfica. Para que algo exista, debe ser antes soñado: por eso, todo lo creado es primero una ficción en la mente de alguien. El cerebro es el verdadero contador de historias, como refleja en profundidad La ciencia de contar historias, de Will Storr.

Ser creíble es el objetivo de cualquier novela. ¿Y cómo hacer creíble una historia? ¿Cómo hacerla real? Pues cuando nuestra biografía, nuestra vida, se inserta en la historia que leemos o escuchamos de una manera tan indeleble como indudable, y, desde luego, de forma mucho menos pueril y evidente que la de Bastian en La historia interminable. O, al revés: cuando una vida ficticia se hace real. Ya se ha hecho antes en literatura: James Macpherson inventó (o se reinventó como) el famoso poeta Ossian, que grandes como Blake tomaron de mentor y ejemplo. Y Shakespeare… ¿fue real Shakespeare? ¿Como persona o como autor? ¿Ambas, ninguna…?

¿Cómo logra esto el autor? Nos cambia el pie de continuo. Cambia el punto de vista, el pasado, lo real, el futuro, los recuerdos; cambia el estilo de escritura, cambia hasta el formato: de repente, en medio de la narración, inserta pies de páginas donde aclara lo que “le parece que quiere decir el autor” (sic), y me retrotrae de nuevo a La caverna de las ideas. O una columna con información aneja a modo periodístico. Y, de pronto, esta columna se transforma en un relato recuadrado y troceado, u otros independientes, homéricos, philipkdickianos o borgianos. Y acabamos con los que tienen de protagonista a un escritor (otro) inventado, Sirocco Denim, pero que se vuelve real de la mano del modelador; la búsqueda de ambos personajes, tan reales como ilusorios, es el fin del resto de protagonistas, Daniel y nadie, trasuntos uno del otro, George, editor ciclotímico, Daisy y Judith (¿rizo el rizo si menciono que mi hermana se llama así?), tan reales e ilusorios todos estos como aquellos.

El libro va, entonces, dejando de ser tal. Se va convirtiendo en una matrioska, en una paradoja, un cuento encerrado dentro de una historia (o al revés); se desenrolla y despliega en un continuo folio apaisado, en un continuo temporal donde pasado, presente y futuro son ilusiones obstinadas persistentes (Einstein dixit). Se transforma, en suma, en algo más que un libro: en un artefacto literario sinergia de estilos y formas narrativas, lo que vuelve su lectura un descifrado, como si no sujetáramos papel sino un cubo de Rubik o una máquina Enigma.

Al final… ¿lo contado fue realidad o ficción? La novela, como el modelador, trasciende las categorías. Porque hay realidades que trascienden las historias, como el Gran Gatsby; porque hay ficciones, historias, que se vuelven reales porque, al terminar de leerlas, sigues creyendo en ellas. Algunas, incluso, si dejas de creer en ellas. Porque las historias, a veces, están más pegadas a lo real que la propia realidad. Y porque todo lo que existe tiene una historia que contar.

Y si crees que esta novela termina, es que no prestante atención a su historia. Porque no termina. No del todo. Un final es siempre un comienzo, y esta novela, este complejo y maravilloso artefacto literario, se vuelve, al final, Ouroboros.

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