Reseña del libro “Las tempestálidas”, de Gueorgui Gospodínov
Valiente título para una novela. O qué título tan valiente para una novela. Quién sabe, no llego a tenerlo todo lo claro que me gustaría. Lo que sí sé con certeza (si es que eso, la certeza en el saber, existe) es que no conocía a este autor búlgaro, que la sinopsis en la contra me atrapó al instante y que, en cuanto me lancé a leer las primeras páginas, confirmé con gozo y regocijo que no me había equivocado al elegirla como mi siguiente novela para reseñar en esta página. Menuda novela, que no es, ni mucho menos, una novela menuda, sino todo lo contrario: ¡Valiente novelón!
Pero vayamos por partes. Empecemos por el principio (ojo, no es un buen punto de partida en este caso, porque ya Einstein demostró hace más de un siglo que el tiempo no es lineal, y en esta novela el autor, Gueorgui Gospodínov, nos lo confirma, al igual que nos descubre que la Historia tampoco lo es (lineal). O no del todo. Y que la memoria es una mentirosa o, cuando menos, una grandísima hija de la gran fábula y, por lo tanto, tampoco lo es. No sé si me explico…
Sea como sea, volvamos la principio. Y en el principio estaba el título: Las tempestálidas, cuya traducción más literal del búlgaro sería, según he leído en algún sitio —mi búlgaro lamentablemente no alcanza a tanto— algo así como “Refugio del tiempo” (Tengo entendido que el título inglés, Time shelter, sigue al original más al pie de la letra, lo cual, una vez más, nos hace a los hispanohablantes más originales. O más chulos que un ocho, según se mire y según quien lo mire y lo diga. Y hete aquí, por tanto, el primer acierto del libro. ¿O acaso no es para chillarle de bonito que es a ese Las tempestálidas? No sé, para mí posee unas resonancias épicas que me enamoran los oídos tanto como La Eneida, la Odisea o las Filípicas, por poner algunos ejemplos. Debe de ser el griego, digo yo, que siempre me ha tirado mucho.
Segunda parte. Hablamos ahora, de la sinopsis de la novela. ¿De qué va Las tempestálidas? De un tal Gaustín (nombre compuesto por Garibaldi y San Agustín, donde se unen, en palabras del propio narrador, la “teología temprana y la revolución tardía”. Por cierto, que en toda la novela nunca llegaremos a saber (o sí), si el personaje es una invención del propio narrador o es el narrador o hasta el autor. Así de juguetón y de estupendo se nos pone Gospodínov, que llega incluso a incluir en las páginas iniciales del libro, entre otras de Thomas Mann, T.S Elliot o del Eclesiastés, ¡citas del mismísimo Gaucín y hasta de Gaucín/Shakespeare! ¿Es o no es para quererlo? Pues bien, en la novela se relata cómo el tal Gaucín “inaugura en Zúrich una clínica para enfermos de alzhéimer. Sus instalaciones reproducen las distintas décadas del siglo XX al detalle, lo que permite a los pacientes regresar al escenario de sus años de plenitud. Pronto, un número creciente de ciudadanos perfectamente sanos solicita ingresar en la clínica con la esperanza de huir del callejón sin salida en que se han convertido sus vidas. Pero este «cronorrefugio» (la dichosa y pomposa tempestálida) no puede contener por sí solo un sueño tan seductor, y la idea se propaga por toda la Unión Europea. Es entonces cuando el pasado invade el presente como una ola devastadora. Ensueño distópico y sembrado de premoniciones”. Lo que, en un principio, trata de una mera terapia individual, acaba por convertirse en una auténtica revolución temporal a escala internacional. Solo añadiré a esta sinopsis, por un lado, que los capítulos en los que se narra el referéndum a través del cual los ciudadanos de la Unión Europea deciden a qué década quieren que regrese su país y los motivos que lo llevan a votar por una década u otra son toda una genialidad. Y, por otro, que qué miedo da la posibilidad de que la humanidad repita los mismos errores una y otra y otra y otra y otra vez… ¿Hola? ¿Está la ultraderecha? Que se ponga, que le voy a decir cuatro cositas de parte de un amigo…
Tercera. Hasta aquí, podría dar la sensación de que estamos ante un libro sesudo, grave, pesado… un tostonazo, vaya, pero nada más lejos de la realidad (sea esto lo que sea o, navegando en el contexto de la novela, sea esta, la realidad, cuando sea). Porque las cuatrocientas páginas (por cierto, qué edición tan bonita se han marcado los amigos de Fulgencio Pimentel, con su formato casi cuadrado, sus páginas de amplios márgenes que dejan al texto bien centrado y respirando a sus anchas y a las nuestras, y sus tapas duras, que le confieren un aspecto casi como de misal tamaño Big Mac) están atravesadas por un fino sedal de ironía y, a veces, humor, que consigue que la lectura sea más que amena y que, hasta las numerosas digresiones en torno a temas tan a priori de alto tonelaje como el tiempo y la memoria, el lector pueda digerirlos con tanto placer como un niño un Happy Meal.
Cuarta. El libro viene recomendado por Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura (¡toma ya!) y avalado por los premios Booker Internacional 2023 y Strega Europeo 2022 (¡casi nada!).
Quinta. Cărtărescu. No sé si por su cercanía geográfica o por la mía emocional, esta novela del búlgaro me ha recordado a veces a mi admirado rumano. Y lo cierto es que no sabría decir muy bien por qué, pues el humor de este no lo tiene aquel, o, por lo menos, no tan explícito, ni tampoco el surrealismo de aquel se infiltra en este. No lo sé, quizás se deba a que ambos crean un universo propio, fantástico t distópico, para hablarnos de las historia y de las Historias de sus respectivos países, aunque al final acaben hablando de temas que nos son tan cercanos que nos estremecemos. Y para mí, que Gospodínov me recuerde a mi admirado Cărtărescu, puntúa doble y bola extra.
Y colofón. Me lamentaba yo en mi anterior reseña de que este 2023 aún no me había traído ningún libro que me volara la cabeza (como, por ejemplo, lo hizo el año pasado Solenoide). Pues bien, mucho se tiene que torcer la cosa, para bien, para que en diciembre no suban a mi Olimpo de lectura aquella Antártida y estas Tempestálidas.