Reseña del libro “El mundo de piedra”, de Joel Agee
«Acerco mi oreja al suelo de piedra del patio. Me pego a él, y se hace el silencio, un silencio lleno de sonidos: el de fuera, el de los coches pasando por la calle, el de Paco, el loro, soltando tacos, el de mamá tocando el violín, el de papá tecleando. Y luego está el de abajo, el del mundo de piedra. Un ruido sordo, hondo, de corazón hundido en el fondo del mar, de arrullo de abuela, de mar encerrado en una concha. Y yo estoy en el medio, entre dos aguas, entre dos sonidos que se unen en mi cuerpo, que recorren mis huesos, mis huecos. Deseo sumergirme en él, como lo he hecho otras veces, y el milagro ocurre. Me hundo de pronto, y el mar de piedra, mi mundo, me acoge en su abrazo fluido».
Peter, Pira, es quien piensa así. Es un niño de seis años y medio, un gringo en el México de finales de los años cuarenta. Joel Agee nos describe en la novela que hoy nos ocupa, El mundo de piedra, su mundo, ese mundo de la infancia a veces tan pétreo, tan sólido, y otras tan volátil y efímero, pero siempre lleno de aventuras, de descubrimientos, de miedos, pérdidas y despedidas. Una novela costumbrista en su intención de retratar la vida de unos exiliados europeos refugiados entre intelectuales mexicanos, pero que se transforma, por mor de la original visión de un niño, en pura magia. En puro realismo mágico.
El autor elige una opción narrativa compleja, ya que obvia la previsible utilización de la primera persona para hacer el relato más vívido y empático y elige la tercera. Aun así, Pira no pierde un ápice de humanidad y ternura en la pluma de Agee, y además logra así una mayor capacidad de ir alternando el foco entre los distintos personajes menos protagonistas ―Martha, su madre; Bruno, el padre in absentia; Zita, la sirvienta; sus amigos, Chris y Aarón,… ―, aunque este vuelva siempre a iluminar a Pira, a mostrarnos su forma mágica de ver el mundo, el caleidoscopio lleno de imágenes a sombrosas del que ve y descubre el mundo por primera vez.
En cuanto a las referencias literarias de novelas que cuentan con niños entre sus protagonistas, son decenas las que me han venido a la cabeza mientras leía esta novela: el Manolito Gafotas de Elvira Lindo, por esa manera tan propia de la infancia de pensar de una manera atropellada, uniendo pensamientos de manera deslavazada, o asociando ideas sin ton ni son a veces, pero de una manera que siempre deslumbra y fascina al adulto, como si, llevados por la nostalgia, volviéramos a desear sentirnos niños; La puerta de las estrellas, de Ingvild RishØi, un reciente descubrimiento de la literatura, donde también descubrimos la magia de lo cotidiano y el poder de las historias y los cuentos; las ansias de aventuras y la fascinación por la muerte, por lo luctuoso, y los primeros escarceos con la violencia de El cuerpo, de Stephen King, o de El señor de las moscas de William Golding; el ansia de viajar, de vivir aventuras, de encontrarse con criaturas fantásticas y de dar lecciones de vida a los propios adultos del Alfanhuí de Ferlosio o de El Principito de Saint-Exupéry; la fijación por la literatura, por perderse en su propio mundo, mitad imaginado, mitad real, del Bastian de La historia interminable, de Michael Ende. Y, por último, pero no menos importante, Pira, Peter, es Peter Pan. Pero a él no le hace falta afirmar que no quiere crecer. ¿Quién querría, pudiendo hacer magia con solo mirar ―y pensar― las cosas? De hecho, Pira piensa en un momento de la novela que le gustaría volar, como a cualquier niño real, como el otro Peter, el de James Barrie, pero es que en realidad él también lo hace. Flota, y se sumerge en su propio mundo, y hasta empuña Excalibur en cuanto piensa que lo hace.
En conclusión, El mundo de piedra es una hermosísima novela en la que Joel Agee tira de su propia experiencia, de su memoria, para volvernos, como por arte de magia, niños de nuevo. Porque, como dice Landero, la fantasía (y, por tanto, añado yo, la magia) tiene su casa en la memoria. Y a través de sus recuerdos, el autor nos transporta a un mundo perdido por el adulto y, por tanto, añorado, donde es fácil perderse, extraviarse, para al final, siempre, volver a encontrarse. Como por arte de magia.